Román Ribera, pintor de la Belle Èpoque.
La vertiginosa transformación de la capital francesa durante el último tercio del siglo XIX, fruto de la renovación urbanística promovida por Haussmann, con sus avenidas y bulevares por los que iban a lucir sus galas la pujante burguesía, hizo que todo Europa fijara sus ojos en París.
Y por supuesto, el papel de los artistas en el París de la Belle Èpoque fue determinante para concretar esa imagen emblemática en la que realidad y mito se entrelazan.
Viajar a París y exponer en sus elegantes galerías era el sueño de cualquier estudiante de arte. El pintor catalán Román Ribera se instaló en la ciudad tras realizar estudios en Roma, y pronto su notable virtuosismo técnico llamó la atención de marchantes y coleccionistas.
Pero Ribera ha dejado mella en la historia de la pintura del cambio de siglo no tanto por sus dotes técnicas sino por la sensibilidad antropológica de su mirada. Era un gran observador de las costumbres urbanas, tanto de la alta burguesía como de la troupe de clochards y desclasados que dormitaban en las aceras. Sin embargo, el elevado número de encargos que recibía de las clases pudientes le restaba tiempo para dedicarlo a retratar a los más favorecidos.
Así, aunque mayormente representó Salidas del teatro o de la ópera, como la magnífica pintura que Setdart pone en subasta (véase lote 35220683), también representó los “epílogos” de fiestas y bailes de máscaras, con los trasnochadores y bebedores curando sus resacas junto a los zaguanes.
El célebre marchante Adolphe Goupil había ayudado al joven pintor a abrirse camino en París, donde tras participar en la Exposición Universal de 1978 conoció un éxito rotundo. Empezará entonces la afluencia de encargos por parte de empresarios que querían verse inmortalizados junto a su familia en el día a día de sus lujosos hábitos.
Lo que distingue la pintura de Román Ribera respecto la de otros artistas coetáneos dedicados a celebrar la vida alegre de cabarets, cafés, boulevards y teatros, es que a Ribera no le interesa captar la inmediatez del acontecimiento sino emplazar la escena en un tiempo lento, paradójicamente opuesto al bullicio urbano.
Ello se hace especialmente evidente en esta pintura, actualmente en subasta, titulada “Carruaje y figuras” (procedente de la colección de la Sala Parés de Barcelona). Incluso el espacio es incierto, ha quedado tamizado, de modo que lo mismo pudiera ser París que la Ciudad Condal, donde Ribera realizó también numerosas pinturas de esta temática (salidas del Liceu). Dos damas jóvenes son las únicas cuyos delicados rostros se nos muestran, dándonos la espalda la mujer y los caballeros que se disponen a subir al carruaje. Los sirvientes y el cochero son también ajenos a nuestra intromisión. De sus rostros poco vemos, pero sus actitudes nos transmiten sosiego y hondo ensimismamiento.
El detallismo preciosista con el que Ribera describe los vestidos, el satén, las gasas y las pieles contrasta con la indefinición del lugar, lo que contribuye a envolver la escena de un aura atemporal. Ribera fue un apasionado de la pintura holandesa del siglo de oro, lo que imprimió un sello propio en sus cuadros, modernos a la par que clásicos.