Las alegorías y la opulencia barroca
Dos mujeres protagonistas de un universo creado para su deleite. Placeres dispuestos para el disfrute de dos sentidos; la vista y el gusto.
Dos mujeres protagonistas de un universo creado para su deleite. Placeres dispuestos para el disfrute de dos sentidos; la vista y el gusto.
Setdart continúa con su propósito de promover y acercar el arte con las propuestas semanales de las exposiciones, eventos e iniciativas culturales más atractivas y actuales.
Con motivo de la puesta en subasta de esta impresionantes obra
Titulada Cristo cargando la cruz, podemos apreciar en cuanto a la expresión, como ésta se podría relacionar con obras italianas como la de Sebastiano del Piombo y, sobre todo, con obras como las de Morales , pintor apodado “El Divino”.
Por este motivo hoy proponemos la recién estrenada exposición de El Divino Morales en el Museu Nacional d´Art de Catalunya (Barcelona). Desde Setdart celebramos el retorno de las exposiciones de pintura de alta época a nuestros museos más representativos, puesto que el arte del período comprendido entre el siglo XIV y XVI a nivel europeo ha sido considerado en el mundo del arte como una revolución que dejaba atrás el arte del medievo. Esta exposición se plantea como una reivindicación de la obra del pintor Luis de Morales, más conocido como El Divino, llamado así porque, como escribió Antonio Palomino ya en el siglo XVIII “todo lo que pintó fueron cosas sagradas”.
La exposición recoge más de 50 obras procedentes de distintos museos, colecciones privadas e instituciones religiosas. Dichas obras se podrán disfrutar desde el 17 de Junio hasta el 25 de Septiembre en el MNAC
Uno de los apartados más destacados en la exposición es el titulado Pintura para “muy cerca”. Imágenes de pasión y redención, aquí se destaca la atención del artista en la temática religiosa de la Pasión de Cristo, en su sufrimiento físico y espiritual. Centrándose mayormente en la cabeza o el busto de Jesús, representado con una exactitud y un carácter táctil que aproximan a lo escultórico y por lo que el pintor fue célebre.
Su precisión en plasmar el sufrimiento y el dolor de manera naturalista inspiró a artistas contemporáneos pertenecientes a las diferentes escuelas europeas del siglo XVI, como se puede apreciar en esta obra de la que disponemos en subasta hasta el 06 de Julio.
Para conocer más información de la obra pueden consultar el lote en nuestra web o llamar las diferentes salas de Setdart Subastas en Barcelona y Madrid.
En esta obra se nos presenta una mesa desordenada, totalmente llena de alimentos: frutas, verduras, vajilla, aves de caza, una langosta y un conejo. La imagen remite a la presencia humana; el desorden habla de que alguien acaba de dejar la escena, siendo el resultado muy distinto a los típicos bodegones de presentación españoles, en los que los alimentos aparecen siempre intactos.
Durante el siglo XVII, en Flandes se dio un creciente aumento de la demanda de pinturas para decorar las casas de la burguesía. Aparte de los retratos y grandes telas de tema religioso, histórico o mitológico, los artistas se especializaron, pintando obras de tamaño medio que poco a poco aumentaron de formato, con naturalezas muertas, animales, paisajes y escenas de género. Las pinturas que reproducen gabinetes de coleccionistas de la época son explícitas al respecto, hasta el punto de originar un nuevo género pictórico autónomo. Sin duda, el futuro de esta pintura hubiera sido otro sin Rubens, cuyo arte revolucionó el panorama artístico de Flandes introduciendo una nueva vía plenamente barroca y aportando un sentido de unidad y opulenta suntuosidad al ordenado y enciclopédico muestrario que eran las preciosistas descripciones de sus paisanos. Deudores de su manera o subordinados a su labor, los especialistas trabajaron en una línea nueva, sumando a sus composiciones un objeto accesorio, un paisaje o un fondo decorativo.
A este sistema de trabajo y su técnica se acercó Frans Snyders (1579-1657), el gran maestro flamenco de la naturaleza muerta y de los animales, los géneros más solicitados como ornato doméstico por la clientela flamenca. Sus composiciones, como las de sus seguidores, están presididas por una amplitud y un tono heroico que apreciamos también en este lienzo. Frente a una corriente de pintores tradicionales que siguieron la manera flamenca, el llamado bodegón estático, representado por figuras como Clara Peeters (1594-1657) y Osias Beert (1580-1623), Snyders y sus continuadores desarrollaron el barroquismo rubeniano aplicado a la naturaleza muerta, a través de composiciones plenamente dinámicas, basadas en marcadas diagonales y animadas con la presencia de animales vivos, dotadas asimismo de una mayor elegancia.
Se trata de pinturas de gran formato, abiertas a paisaje al fondo, con escenas ricas y opulentas. Son obras plenamente barrocas no sólo en el sentido dinámico, sino por su enorme tamaño y su gran sentido decorativo. Como en este lienzo, en las obras de Snyders los objetos se acumulan sin ninguna claridad, y están interpretados mediante colores muy vivos. Algo frecuente en la obra del maestro flamenco es lo que vemos aquí: animales organizados en dos pisos, formando un zigzag compositivo que refuerza el dinamismo de la imagen. En sus obras fueron, además, corrientes los animales vivos, como aquí el perro que descansa a los pies de la mesa.
En este lienzo Miguel Cabrera representa un tema propio de la iconografía triunfalista del catolicismo contrarreformista, una Coronación de la Virgen de composición escenográfica, con numerosos personajes que incluyen a la Trinidad. El centro lo ocupa la figura de María, que sostiene al Niño en su regazo y sujeta con la mano derecha un rosario de perlas y coral, ante el cual reza un ángel mancebo situado en el ángulo inferior izquierdo. Sobre ella vemos a dos ángeles más que unen sus manos sobre la corona de María, y por encima de ellos a Dios Padre, acompañado del orbe que simboliza el universo, en una imagen que representa la universalidad de la doctrina cristiana y del acto redentor de Cristo. Frente a Dios Padre se sitúa la tercera figura de la Trinidad, el Espíritu Santo, en forma de paloma volando con las alas extendidas, captada en un escorzo perfectamente resuelto. Formalmente cabe destacar asimismo el delicadísimo modelado de los rostros, de tono nacarado avivado por toques rosados en las mejillas, y el detenido estudio de los detalles ornamentales, especialmente de la pedrería y las perlas que adornan el manto de la Virgen.
Miguel Cabrera fue uno de los máximos exponentes de la pintura barroca novohispana. Nacido en la localidad de Tlalixtac, en Oaxaca, dedicó su obra al tema religioso y especialmente a la figura de la Virgen de Guadalupe, y sobre este último tema escribió “Maravilla americana y conjunto de raras maravillas observadas con la dirección de las reglas del arte de la pintura” (1756). Entre sus obras más destacadas se encuentran las que realizó para algunas capillas de la catedral de la Ciudad de México, entre ellas la sacristía, que alberga en uno de sus muros una “Mujer del Apocalipsis”. Asimismo, Cabrera fue pintor de cámara del arzobispo José Manuel Rubio y Salinas, y fundador en 1753 de la primera academia de pintura de México. También realizó algunos retratos, como el de sor Juana Inés de la Cruz (1751).
Miguel Cabrera se mostró especialmente espléndido en las obras de pequeño y mediano formato, tanto sobre lienzo como sobre cobre. En ellas destacan sus cálidos y vivos colores, sin parangón en la escuela novohispana del siglo XVIII, así como su firme dibujo y las poéticas expresiones de los rostros de sus Vírgenes, santos e incluso retratos de personajes de su tiempo. Fue un artista muy prolífico, y gozó de un amplísimo taller con aprendices especializados en tareas concretas. A la hora de componer sus obras solía basarse, en ocasiones literalmente, en estampas de origen español y flamenco, práctica por otra parte común no sólo en América sino también en Europa. Por otro lado, vemos en su producción una fuerte influencia de Murillo, que nos hace pensar que debió trabajar en el taller de los hermanos Rodríguez Juárez, entonces en la cima de su gloria, en Ciudad de México.
En contra de lo habitual en la época, cuando en España era desdeñada en general la producción pictórica novohispana, un alto número de obras suyas o de su taller fueron enviadas a la península, incluso después de su muerte, encargadas o adquiridas por clientes entre los que figuraban miembros de las más importantes y cultas familias españolas con relación con el continente americano, como los marqueses de Altamira, los Gálvez y los Mayorga. Actualmente sus obras se conservan en varios de los principales templos mexicanos, así como en el Museo del Virreinato en Tepozotlán, el de América en Madrid, el de El Carmen en San Ángel (Distrito Federal), el Nacional de las Intervenciones en Coyoacán, la Pinacoteca Virreinal de México D.F., el Museo de Arte de Dallas y el de Santa Mónica en Puebla.
En esta obra podemos ver un amplio paisaje construido sobre una sólida estructura hábilmente resuelta, que combina en equilibrio las diagonales y las horizontales, realzadas por los juegos de luz, para asentar firmemente la construcción espacial. Del primer plano parten, paralelos, un camino de tierra inundado de luz y un riachuelo envuelto en sombras, a cuya ribera se alza un pueblo minuciosamente descrito, construido junto a una cascada que hace que nuestra mirada se pierda en las sombras, recreándose en los detalles de las zonas en sombra del escenario. Ambos planos quedan separados por un gran árbol de delicado follaje. Más allá de estos primeros planos el paisaje se abre, permitiéndonos ver el cauce sinuoso de un río navegable, a cuyas orillas se alzan ricos y montañas azuladas por la distancia, recortadas contra un cielo crepuscular, azul pero inundado por nubes rosadas. La sabia composición, así como la forma de trabajar las copas de los árboles y otros detalles formales, permiten relacionar esta obra con la mano del flamenco Jan Baptist Huysmans, pintor barroco de paisajes italianizantes.
Jan Baptist Huysmans fue hermano del también paisajista Cornelis Huysmans, cuya huella se aprecia con claridad en su obra, dado que fue su principal maestro. En 1677 ingresa como maestro independiente en la Guilda de Amberes, y las fuentes documentales nos señalan que tuvo en su taller a cuatro aprendices entre 1693 y 1709. Jan Baptist Huysmans es probablemente el paisajista flamenco que mejor logró integrar los elementos italianizantes y antiguos en el paisaje barroco de Flandes. Aunque no alcanza la escala ni la potencia expresiva de su hermano, sí mostró un sentido de la composición equivalente, si no incluso superior, al de éste. Si bien en sus obras de juventud acusa de forma evidente la influencia de Cornelis, con el paso del tiempo, y quizás después de una estancia en el extranjero, Jan Baptist adquirirá una maestría en el tratamiento del espacio totalmente propia, destacando también por la sabia forma en la que plasma la impresión de la luz que se filtra a través del follaje de los árboles, de una forma totalmente novedosa dentro de la escuela flamenca. Actualmente se conservan obras de Jan Baptist Huysmans en la National Gallery de Londres, el Koninklijk de Amberes, los Museos de Tyne & Wear y el National Trust (Inglaterra), así como en otras colecciones públicas y privadas.
Como otros géneros que adquieren gran popularidad durante el siglo XVII en Flandes, el de paisaje tiene sus raíces en la tradición pictórica de los Países Bajos del siglo XV. Los paisaje de fondo de las obras religiosas de Van Eyck, de Bouts o de van der Goes ocupan en ellas un lugar mucho más importante como elemento artístico que el ocupado por el paisaje en la pintura italiana de la misma época. En lo que respecta a la representación de la narrativa, el paisaje de los primitivos flamencos juega un papel esencial, no sólo como entorno natural de los personajes sino para separar y ambientar los diversos episodios de la historia narrada en la obra. En cuanto a la imitación de la naturaleza, los pintores flamencos del siglo XV procuran representar de forma verosímil en los paisajes de sus pinturas religiosas los campos y ciudades de su país natal, detallar su flora con precisión botánica y hasta dar idea de la hora del día y la estación del año en que transcurre la escena. Ese especial interés por la representación del paisaje se acrecienta según avanza el siglo XVI, cuando se desarrolla y populariza un nuevo tipo de paisaje para las escenas sacras: la vista panorámica. En ellas el artista adopta un punto de vista muy alto y distante, a vuelo de pájaro, que le permite representar un paisaje más extenso de lo que sería posible desde un punto de vista más bajo. El Bosco utiliza ya este punto de vista del paisaje a finales del siglo XV, si bien lo pone principalmente al servicio del contenido religioso-moral de la obra, que es lo que preocupa a este artista.
Muy pronto, sin embargo, sería la representación del paisaje en sí lo que habría de recibir atención de los pintores y, por supuesto, del público. En las vistas panorámicas de Joachim Patinir y sus seguidores se invierten los papeles: el asunto religioso, a menudo con imágenes pequeñísimas, es sólo una excusa para la representación del paisaje, que se magnifica y se hace cada vez más complejo. En los cuadros de Patinir o de Joos van Cleve, los grandes panoramas que sirven de fondo al asunto religioso combinan, en amena profusión, montañas y ríos, bosques y costa marítima, chozas y castillos. Los paisajes son puramente imaginarios y poco tienen que ver en su conjunto con el paisaje real de Flandes. Pero, al ser sus componentes representaciones verídicas de diversos aspectos de la naturaleza, la suma resulta para el observador una imagen plausible que, al placer que le ofrece de asomarse a un ancho mundo que reconoce como potencialmente real, añade la sal de aportar a esa experiencia la novedad de lo desconocido.
En contraste con la mayoría de los paisajes de todo el siglo XVI, que siempre presentan un asunto de historia, por minimizado que esté, un buen número de los de Pieter Brueghel el Viejo, pintados entre 1565 y 1569, tienen por asunto el paisaje mismo, en el que el hombre es sólo un elemento más del universo natural. En estos cuadros el paisaje se independiza completamente de toda narrativa, y es esta la dirección que habrían de seguir los pintores flamencos y holandeses de finales del siglo XVI y principios del XVII, momento en que la pintura de paisajes adquiere gran popularidad en los Países Bajos y empiezan a proliferar los especialistas en el género. Gillis van Coninxloo, Paul Bril, Jan Brueghel el Viejo y Joos de Momper son los paisajistas más distinguidos de la transición del siglo XVI al XVII, y cada uno de ellos le imprime a su visión del paisaje un sello muy personal.
Esta obra ha sido atribuida a Ignacio Ruiz de la Iglesia por Ismael Gutiérrez Pastor, de la Universidad Autónoma de Madrid (“Archivo español de arte”, LXXXVI, 342, abril-junio de 2013, pp. 143-162). Gutiérrez Pastor indica que esta obra integra un retrato de san Felipe Neri y una alusión a la Madonna della Vallicella, iglesia romana sede de la Congregación del Oratorio de Feilippo Neri. Continúa señalando que no se refiere a ningún episodio concreto de la vida del santo, sino que busca la exaltación tanto de la devoción de san Felipe por la Virgen como la protección de María hacia una fundación puesta bajo su patrocinio, y que precisamente esto convirtió a la obra en la iconografía devocional más popular de san Felipe Neri durante su proceso de beatificación (1615), éxito que se acrecentó incluso tras la canonización (1622). Respecto a la iconografía, el estudioso señala que sigue modelos italianos, con el santo vistiendo la sotana negra de sacerdote en lugar de la casulla, dado que no se trata de una escena sacramental o milagrosa, sino cotidiana. Asimismo, nos hace ver que el rostro y barba blanca del santo siguen los retratos que se le hicieron en vida, a finales del siglo XVI.
La tabla nos muestra a san Felipe en una terraza abierta, arrodillado y con los brazos abiertos, contemplando a la Virgen que se aparece, con el Niño en el regazo, en la zona superior izquierda del cuadro, en una composición acusadamente diagonal, típica del barroco pleno. Completan la escena dos ángeles niños que portan una corona de rosas y una rama florida de lirios, símbolo de la pureza de María. Junto al santo, en el suelo, vemos el bonete emblema del Oratorio. Como único elemento iconográfico del santo, podemos ver la llama sobre su pecho, símbolo del prodigio de la dilatación del corazón por obra del Espíritu Santo, ocurrida mientras san Felipe oraba en la catacumba de San Sebastiano de Roma el día de Pentecostés de 1544.
Gutiérrez Pastor basa su atribución a Ignacio Ruiz de la Iglesia en un profundo estudio formal, en el que señala en primer lugar que la composición, en diagonal escalonada, es un esquema propio del barroco madrileño. Indica asimismo otros elementos propios de esta escuela, como las formas redondeadas de los ángeles y sus cabelleras rubias. Finalmente elabora un estudio comparativo, donde señala las similitudes entre esta tabla y otras de composición similar tradicionalmente relacionadas con Claudio Coello y recientemente atribuidas a Ruiz de la Iglesia: el dibujo de la “Aparición de la Virgen del Rosario a santo Domingo de Guzmán” (Londres, British Museum), y el lienzo de la “Aparición de la Virgen del Carmen a un caballero de Santiago” (Sevilla, colección particular). Además de estas similitudes, el estudioso indica detalles formales comunes con otras obras del mismo autor como la “Inmaculada Concepción” de 1682 (Boston, Museum of Fine Arts) o el “Martirio de san Andrés” de Casarrubios del Monte (1696). Por otro lado, resalta asimismo en su texto la importante devoción que Ruiz de la Iglesia y su esposa, Ana Vázquez de Parga, profesaban a san Felipe Neri.
Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia fue pintor y grabador, miembro de la escuela barroca madrileña, nombrado en 1701 pintor de cámara de Felipe V. Inició su formación en el taller de Francisco Camilo, donde permaneció entre 1662 y 1666, y posteriormente la completó con Juan Carreño de Miranda, pintor con el que colaboró en las escenas de la capilla de San Isidro en la iglesia de San Andrés de Madrid. También trabajará con José Jiménez Donoso y Claudio Coello, de quienes aprendió rasgos formales propios de la pintura decorativa y también las técnicas del temple y el fresco. Ruiz de la Iglesia realizó principalmente obras de tipo religioso, muchas de ellas frescos en iglesias madrileñas, hoy todas perdidas. También pintó decoraciones palaciegas, como las que proyectó para la celebración de la entrada en Madrid de la reina María Luisa de Orleans (1679) o sus trabajos en el Palacio del Buen Retiro, que le valieron el título de pintor del rey en 1689. A prartir de su nombramiento como pintor de cámara realizará asimismo varios retratos de Felipe V. Como grabador, Ruiz de la Iglesia realizó la serie “Noticias historiales de la enfermedad, muerte y exequias de la esclarecida reina de las Españas doña María Luisa de Orleans”; de Juan de Vera Tassis y Villarroel (Madrid: Francisco Sanz, 1690). Actualmente se conservan obras suyas en el Museo del Prado, la catedral de Valladolid, el Museo Municipal de San Telmo en San Sebastián, el convento de las Calatravas en Madrid y otras colecciones públicas y privadas.
En esta tabla vemos a Cristo en el centro, ya muerto, que es bajado de la cruz por José de Arimatea y Nicodemo, y depositado en el regazo de su madre, a quien conforta san Juan Evangelista, situado a su espalda. En el lado derecho vemos a María Magdalena, arrodillada tomando la mano de Cristo y sosteniendo sus pies. Completa la escena un ángel de coloridas alas, situado en el lado izquierdo, que enjuga sus lágrimas con un pañol blanco que parece ser el sudario de Cristo. Tras los personajes vemos el pie de la cruz, sobre un fondo de paisaje minuciosamente descrito, trabajado en tonos azulados, típico de la tradición flamenca. Las figuras que rodean a Cristo aparecen sufrientes, sus rostros muestran su dolor, y caen lágrimas de sus ojos, claramente representadas con una pincelada casi miniaturista, típicamente flamenca. Cabe destacar asimismo el aspecto lumínico, muy estudiado y también propio de esta escuela. Se trata de una luz contrastada y efectista, que modela los rostros y la anatomía de Cristo buscando un aspecto realista, casi ilusionista. Esta iluminación se aleja de la italiana, más natural, que evita los excesivos contrastes y matizaría la acusada linealidad propia de la escuela flamenca del siglo XV, que aquí es muy patente. Por otro lado, los plegados son ya suaves y naturalistas, eminentemente clásicos, alejados de los más duros y geométricos propios de la escuela flamenca del siglo anterior.
Durante el siglo XV, el estilo realista de los Países Bajos influyó mucho fuera, sobre todo en Italia, pero en el XVI el panorama se invierte. El Renacimiento italiano se difunde por Europa, y Amberes se convierte en el centro de la escuela flamenca, desbancando a Brujas y funcionando como centro de penetración de las influencias italianas. De este modo, llegan a los Países Bajos influencias manieristas que se superponen al estilo del siglo XV. Habrá muchos pintores continuadores del estilo de los primitivos flamencos, pero otros se mostrarán tan abiertos a las influencias renacentistas que incluso dejarán de pintar sobre tabla, soporte tradicional de la pintura flamenca, para empezar a hacerlo sobre lienzo como los italianos. Los principales introductores del Renacimiento en los Países Bajos fueron Jan Gossaert (c.1478-1532) y Bernard Van Orley (c.1489-1541), pintores que quizá viajaran a Italia pero que, en todo caso, pudieron conocer el nuevo estilo por otros cauces de penetración, como los cartones que Rafael realizó para la serie de tapices de “Los hechos de los Apóstoles”, tejida en Bruselas, la obra de Durero, que realizó dos viajes a Italia y pasó por los Países Bajos, y la figura de Jacopo de Barbari (c.1445-1515), pintor italiano que viajó a Flandes. En esta tabla se conjugan la tradición flamenca con las novedades italianas de forma equilibrada y armónica. Así, se mantiene el sentido descriptivo y detallista de los primitivos flamencos, especialmente apreciable en el cuidado tratamiento de las telas y en el riguroso dibujo, así como su desarrollo del espacio en base al conocimiento empírico y no a los estudios de perspectiva. También el cromatismo recuerda a las obras de los maestros flamencos del siglo anterior. Sin embargo, los rostros denotan una cierta dulzura de rasgos nueva, heredada de los ejemplos de Rafael y Leonardo, y las anatomías aparecen tratadas con un sentido ciertamente escultórico, dibujístico a la manera flamenca pero más corpóreo y monumental.
Se trata de tres óleos sobre cobre de pequeño formato, quizás pinturas devocionales destinadas a un altar o capilla privados, con tres temas narrativos del Nuevo Testamento: los desposorios de María y José y la adoración de los Magos y los pastores del Niño Jesús recién nacido. El primero de ellos nos presenta la escena sin apenas elementos iconográficos, de hecho ni siquiera aparece la vara florida de José. El carácter sacro de la escena queda señalado por la presenta del Espíritu Santo que, en forma de paloma, aparece volando sobre la cabeza del sacerdote que oficia la unión, sobre un rompimiento de Gloria y acompañado por seis querubines. La composición es simétrica, al modo clásico, rigurosamente ordenada. Vemos un espacio interior perfectamente descrito, trazado en perspectiva, con un suelo pavimentado que refuerza esta construcción tridimensional. La pareja y el sacerdote quedan en el centro, flanqueados por dos monaguillos, y completan la escena a ambos lados dos hombres (a la izquierda) y dos mujeres (a la derecha). No obstante, el rigor geométrico de este esquema compositivo queda suavizado por las distintas actitudes y gestos de los personajes.
Respecto a las dos adoraciones, ambas presentan composiciones asimétricas, con la Sagrada Familia en el lado derecho, protagonizando la composición, y los personajes avanzando hacia ellos desde el lado izquierdo. Este esquema es más evidente en la adoración de los Magos, mientras que en la de los pastores la presencia del buey y la mula en el lado derecho, y la organización en dos planos de los personajes, indican una composición que, aunque asimétrica, tiende a lo circular. También los escenarios son diferentes; en la adoración de los Magos vemos una edificación clásica y un fondo abierto a paisaje, que evidencia la influencia de Rubens. En el otro cobre, en cambio, el espacio es cerrado, un sencillo pesebre de muros desnudos, en el cual destacan sin embargo los maderos que se alzan tras la Sagrada Familia, clara prefiguración de la cruz.
Mientras que en el siglo XVII la demanda de arte religioso para las iglesias cesaba radicalmente en las provincias del norte, la actual Holanda, en Flandes florece en cambio un arte monumental al servicio de la Iglesia católica, en parte debido a la necesaria restauración de los estragos que las guerras habían causado en iglesias y conventos. En el terreno del arte profano, los pintores flamencos trabajan para la corte en Bruselas y también para las demás cortes de Europa, produciendo una pintura con temas clásicos, mitológicos e históricos que había de decorar brillantemente los Reales Sitios de España, Francia e Inglaterra. En Holanda, en cambio, el trabajo del artista está destinado principalmente a una burguesía que establece la demanda de obras de pequeño a mediano formato y de temas que ilustran la vida y la naturaleza de esa región. Mientras los pintores flamencos trabajan por encargo de un mecenas, los holandeses pintan para vender a esa burguesía lo que producen. La demanda de pintura de historia o alegórica para la decoración de residencias palaciegas desaparece casi por completo; poca es la pintura monumental que se produce en Holanda en el siglo XVII, y gran parte de ella está realizada por artistas flamencos.
Este cuadro es una versión, ligeramente más pequeña, de la pintura del mismo título realizada por Zurbarán en 1630, y hoy conservada en el Museo de Arte de Cleveland. Según Gudiol Ricard ésta “segunda versión (…) está realizada, como tantas obras zurbaranescas, en el taller del pintor con la intervención del propio maestro”. La composición es una velada alegoría religiosa bajo la apariencia de una escena cotidiana. Zurbarán pintó este tema en varias ocasiones, empleando algunas veces una composición muy similar y cambiando en otras algunos elementos simbólicos o de construcción de la escena. Esta versión en concreto es muy similar a la conservada en Cleveland, pues se retoman el mismo escenario, los detalles narrativos y simbólicos como el espléndido jarrón con flores y el trabajo de los pliegues en las ropas. Varía ligeramente el punto de vista, más próximo al espectador, la representación de la gloria celestial, de mayores dimensiones, y el tratamiento de los rostros, especialmente por lo que respecta a su factura pictórica superficial.
La escena ilustra la infancia de Jesús, y éste aparece acompañado de su madre en su hogar. Las figuras no presentan nimbos ni otros rasgos de divinidad, tan sólo el rompimiento de gloria en el ángulo superior izquierdo nos indica que estamos ante una escena sagrada. María aparece ensimismada en sus pensamientos, interrumpida su labor de costura. Jesús, ocupado en tejer una pequeña corona de espinas, se ha pinchado con una de ellas en un dedo, un detalle narrativo que es una clara prefiguración de su futuro sacrificio. El asunto del cuadro es por tanto la Redención, que queda simbolizada por el dolor de Jesús, anticipo de la Pasión, y también por la propia corona de espinas.
Hay también otras metáforas visuales diseminadas a modo de elementos secundarios en el cuadro: los paños blancos son símbolo de pureza, las palomas representan el alma resucitada, el cacharro de agua a los pies de Jesús alude al bautismo, y los libros situados sobre la mesa sugieren las profecías del Antiguo Testamento sobre el Mesías. Junto a ellos, un racimo de peras simboliza el amor de Cristo por la humanidad y la salvación, por contraposición con la manzana que introdujo el pecado en el mundo. Por último, el bello jarrón de flores, con lirios y rosas, es una clara referencia a la virginidad de María y a su maternidad divina. Como vemos, Zurbarán escoge objetos humildes y cotidianos, en la línea de la representación barroca naturalista, para representar ideas teológicas complejas.
Francisco de Zurbarán se formó en Sevilla, donde fue discípulo de Pedro Díaz de Villanueva entre 1614 y 1617. En este período tendría la ocasión de conocer a Pachecho y Herrera, y de establecer contactos con sus coetáneos Velázquez y Alonso Cano, aprendices como él en la Sevilla de la época. Tras varios años de aprendizaje, Zurbarán regresó a Badajoz sin someterse al examen gremial sevillano. Se estableció en Llerena entre 1617 y 1628, ciudad donde recibió encargos tanto del municipio como de diversos conventos e iglesias de Extremadura. En 1629, Zurbarán se instala definitivamente en Sevilla, iniciándose el decenio más prestigioso de su carrera. Recibió encargos de todas las órdenes religiosas presentes en Andalucía y Extremadura, y finalmente fue invitado a la corte en 1934, para participar en la decoración del salón grande del Buen Retiro. De regreso a Sevilla, Zurbarán siguió trabajando para la corte y para diversas órdenes monásticas.
En 1958, se trasladó a Madrid. Durante esta última época de su producción realizó lienzos de devoción privada de pequeño formato y ejecución refinada. Zurbarán fue un pintor de realismo sencillo, excluyendo de su obra la grandilocuencia y la teatralidad, e incluso podemos hallar algo de torpeza en el momento de resolver los problemas técnicos de la perspectiva geométrica, como se observa en este lienzo en el trazado de la mesa, pese a la perfección de su dibujo en anatomías, rostros y objetos. Tampoco le interesan los escorzos ni la sugerencia de espacios ilusionistas a la italiana. Sus composiciones severas, rigurosamente ordenadas, alcanzan un nivel excepcional de emoción piadosa.
Con respecto al tenebrismo, el pintor lo practicó sobre todo en su primera época sevillana, tanto en sus conocidas obras monásticas como en piezas para devoción privada. Nadie le supera en la manera de expresar la ternura y el candor de los niños, jóvenes vírgenes y santas adolescentes. Su técnica excepcional le permitió, además, representar los valores táctiles de las telas y de los objetos, lo que hace de él un bodegonista excepcional, como se aprecia en los detalles anecdóticos que llenan la escena que aquí presentamos. Su sobriedad, la fuerza expresiva y la plasticidad de sus figuras, añadidas a sus evidentes dotes de colorista, los sitúan en la cumbre de los maestros españoles del siglo de oro y quizás es, de entre todos ellos, el que más conmueve nuestra sensibilidad moderna.
Francisco de Zurbarán está representado en las pinacotecas más importantes de todo el mundo, como el Museo del Prado, el Metropolitan de Nueva York, el Louvre, el Hermitage de San Petersburgo o la National Gallery de Londres, entre muchos otros.
En su estudio, Gutiérrez-García señala que la firma, “P. Sion”, se corresponde perfectamente con otras del artista, tanto en la inscripción misma como por su posición en el cuadro. Asimismo, señala que esta obra probablemente habría formado parte de una serie de pinturas sobre la vida de la reina Cleopatra. En concreto, el tema de este cobre es la derrota sufrida por la reina y su amante romano, Marco Antonio, ante las tropas de Octavio Augusto, en Actium. Egipcios y romanos se enfrentaron en una batalla naval frente a la costa de esta ciudad griega y, si bien el ejército egipcio era más numeroso y mejor provisto que el romano, el general Marco Agripa aseguró a Augusto la victoria. Sion ha resumido los acontecimientos históricos combinando varios planos, con la reina subiendo a su carro en el centro del cuadro, ayudada por sus sirvientas Iras y Charmian, mientras alza el cetro de mango ordenando la retirada de sus tropas. Junto a ella, Marco Antonio aparece montado sobre un caballo, herido, siguiendo a Cleopatra con parte de su ejército. En un segundo plano pueden verse las naves en plena batalla, varias de ellas ardiendo.
Pintor flamenco del periodo barroco, activo en Amberes, Peeter Sion fue maestro del Gremio de San Lucas entre 1649 y 1650, y posteriormente decano de la misma entre 1682 y 1683. Su estilo, de gran interés, se sitúa en la línea de Francken II y A. W. Forchondo. Su obra, que a día de hoy sólo ha sido localizada en España, se caracteriza en primer lugar por la calidad de su dibujo, así como por el gran espacio que ocupan las figuras en la composición. También se advierte en su lenguaje una clara tendencia al modelado blanco, rasgando las sombras en redondo. El carácter narrativo es asimismo patente en toda su producción, principalmente consagrada a las historias del Antiguo y el Nuevo Testamento. En sus escenas, Sion suele añadir secuencias de la historia, como es tan común en la obra de los Francken.
Sus obras se hallan con frecuencia en colecciones privadas, de lo que se deduce que, muy posiblemente, fueron importadas a través de casas de comercio para una clientela que tenía relación con los Países Bajos. Por otra parte, de mano de Sion se conocen series de pinturas en las catedrales de Valladolid y Málaga, además de otra que adornó la sacristía de la iglesia de Santiago en Medina de Rioseco, formada por seis cobres, y que narra la historia de José (Génesis: 37-50), desde la venta de éste por sus hermanos hasta el reencuentro con su padre. Actualmente se conservan obras de Peeter Sion en el Palacio de Navarra en Pamplona, el Museo de Santa María de Mediavilla en Medina de Rioseco y en el del Patrimonio Municipal de Málaga, así como en diversas colecciones particulares.
En este lienzo el pintor nos ofrece una amplia vista panorámica, basada en una composición equilibrada, clásica y racional, organizada en dos planos. El de tierra ocupa la mitad de la superficie pictórica, quedando la mitad superior libre para el desarrollo de un celaje movido y expresivo, de cierto carácter escenográfico, típicamente barroco. En el plano de tierra vemos, en primer término, los campos de cultivo que se despliegan a las afueras de la ciudad de Barcelona ya caracterizada en el siglo XVII por magníficos edificios religiosos y civiles, cuyas torres destacan en altura. En primer plano vemos a un campesino situado en el ángulo inferior derecho, una figura típica del paisaje clasicista barroco, que funciona cono cicerone para el espectador. El paisaje se desarrolla en profundidad a base de planos paralelos, pero se evita una excesiva bidimensionalidad con la introducción de un camino que discurre en oblicuo, destacado por la presencia de carros y animales, recorrido por árboles en uno de sus lados. Así, la mirada parte de la figura sentada en el ángulo inferior derecho, sigue hacia la izquierda recorriendo el perfil de los campos sembrados y, a partir del inicio de este camino, cambia de dirección hacia la derecha, recorriendo el paisaje hacia el fondo, donde el perfil de la ciudad nos guía de nuevo hacia la izquierda, hacia el mar apenas entrevisto entre las torres y cúpulas. Se establece así una composición en zigzag típicamente barroca, que introduce al espectador en el escenario a la vez que aporta dinamismo y tridimensionalidad a la composición, sin tener por ello que renunciar al naturalismo o a la fidelidad al modelo.
En este lienzo el pintor nos ofrece una amplia vista panorámica, basada en una composición equilibrada, clásica y racional, organizada en dos planos. El de tierra ocupa la mitad de la superficie pictórica, quedando la mitad superior libre para el desarrollo de un celaje movido y expresivo, de cierto carácter escenográfico, típicamente barroco. En el plano de tierra vemos, en primer término, los campos de cultivo que se despliegan a las afueras de la ciudad de Barcelona ya caracterizada en el siglo XVII por magníficos edificios religiosos y civiles, cuyas torres destacan en altura.
En primer plano vemos a un campesino situado en el ángulo inferior derecho, una figura típica del paisaje clasicista barroco, que funciona cono cicerone para el espectador. El paisaje se desarrolla en profundidad a base de planos paralelos, pero se evita una excesiva bidimensionalidad con la introducción de un camino que discurre en oblicuo, destacado por la presencia de carros y animales, recorrido por árboles en uno de sus lados. Así, la mirada parte de la figura sentada en el ángulo inferior derecho, sigue hacia la izquierda recorriendo el perfil de los campos sembrados y, a partir del inicio de este camino, cambia de dirección hacia la derecha, recorriendo el paisaje hacia el fondo, donde el perfil de la ciudad nos guía de nuevo hacia la izquierda, hacia el mar apenas entrevisto entre las torres y cúpulas. Se establece así una composición en zigzag típicamente barroca, que introduce al espectador en el escenario a la vez que aporta dinamismo y tridimensionalidad a la composición, sin tener por ello que renunciar al naturalismo o a la fidelidad al modelo.
Realizando un estudio comparativo, encontramos esta obra claramente enmarcada dentro de la producción de Artus Wolffort, tanto por su composición y otros rasgos formales como por detalles típicos del pintor, que constituyeron casi una firma disimulada en sus obras, como la forma de trabajar las uñas, sucias, de gran naturalismo, algo que podemos ver también en los tres evangelistas conservados en el Museo del Prado y atribuidos a Wolffort, los tres óleos sobre tabla de formato menor a este “Divino Pastor”. Dichas tablas, sin embargo, muestran una calidad claramente inferior a la que se aprecia en la que aquí presentamos, con un tratamiento más tosco de los rostros, un dibujo menos correcto y una iluminación y un modelado más torpes. No obstante, en todos ellos hallamos la misma ejecución prieta típica de Wolffort, reflejo de su arraigo en la tradición flamenca anterior. También encontramos similitudes con obras del maestro de mayor calidad, equivalente a la de nuestro “Divino Pastor”, como es el caso del “San Jerónimo” vendido el 30 de abril de 2014 en Sotheby’s Londres por 90.000 libras (nº de lote 786, óleo sobre tabla de 64,5 x 48,9 cm). Se trata de una obra de menor formato, casi la mitad que la tabla que aquí presentamos, y se caracteriza por un magnífico tratamiento no sólo del rostro, de acusado naturalismo, sino también una maestría en el dibujo y el trabajo de modelado equivalentes a lo que podemos ver en nuestro “Divino Pastor”. Además, se aprecia en el mencionado “San Jerónimo” el mismo detalle de las uñas sucias, totalmente realistas, tan típico de Artus Wolffort.
La tabla que aquí presentamos se caracteriza por una composición de mayor impacto expresivo, dado que el personaje aparece de medio cuerpo, y no de busto como es más habitual en la obra de Wolffort. Aunque queda en primer plano, su tamaño determina una mayor amplitud de la composición, que rompe la tensión casi manierista de obras como los evangelistas del Prado. El rostro de Cristo como buen pastor es asimismo magnífico, captado con un naturalismo y una carga emotiva difíciles de alcanzar para la mayoría de pintores contemporáneos. El cuadro cuenta además con la atractiva presencia de la oveja, cuyo gran tamaño parece oprimir la figura de Cristo, si bien él la alza sin aparente esfuerzo, un detalle claramente simbólico cargado de significado teológico. El animal aparece trabajado con el mismo acento naturalista que la figura, con una atención al detalle y un exquisito modelado lumínico que remiten a la herencia de la tradición flamenca tan presente en la obra de Wolffort.
El tema del buen pastor es muy antiguo dentro del arte cristiano, y hunde sus raíces en el arte antiguo occidental, en concreto en los Moscóforos de la Grecia Antigua. Los cristianos seguirán estos modelos iconográficos para sus primeras representaciones, como vemos en ejemplos como las catacumbas de San Calixto. En cuanto a su significado, el buen pastor es una alegoría bíblica, referida originalmente a Yahveh y más tarde a Jesucristo. Se interpreta que el buen pastor es Dios, que salva a la oveja descarriada (el pecador). El tema aparece en el Antiguo Testamento, y en los Evangelios se aplica la misma alegoría a Jesús como Hijo de Dios. Dentro del arte, el tema es el más representado en la iconografía paleocristiana, y pueden encontrarse testimonios a partir del siglo II. A partir del siglo IV decae su representación hasta desaparecer totalmente en la Edad Media, pero finalmente se recupera entre los siglos XV y XVI. Tras la aparición de la Divina Pastora en el XVII, el tema vuelve a quedar relegado en el siglo XIX.
Nacido en Amberes en 1581, se trasladó con su familia a Dordrecht (Holanda) en 1584, y allí ingresará en el gremio de San Lucas en 1603. Ya como maestro, especializado en los temas mitológicos y religiosos, regresará a Amberes hacia 1610-1615. Pasa entonces a trabajar con Otto van Veen, y en torno a 1616-1617 se inscribe como maestro en la guilda de San Lucas de esta ciudad. En 1635 lo hallamos en Amberes tomando parte en la ilustración del “Pompa Introitus Ferdinandi”, libro escrito por Jan Caspar Gevaerts e ilustrado con grabados, editado por Theodoor van Thulden en 1642. Wolffort desarrolló un lenguaje que evidencia la influencia clasicista de Otto van Vennius, y de hecho utilizará a menudo idénticos temas y motivos, lo que ha llevado a menudo a la confusión de las obras de ambos. Se muestra también receptivo a las composiciones monumentales y plásticas de Jordaens, aunque sin abandonar una factura lisa y apretada que revela su arraigo en la tradición flamenca del siglo XVI. En obras maestras de su estilo maduro, como “Cristo en casa de Simón” (Museo Municipal de Bergues) evidencia además el estilo dramático y sensual de la última etapa de Rubens, dotando de mayor dinamismo tanto a las composiciones como a las figuras. Wolffort pintó varios altares para distintas instituciones religiosas de Amberes, como la “Asunción de la Virgen” de la iglesia de San Pablo o la “Adoración de los Reyes Magos” en la catedral de Amberes. También realizó numerosas obras religiosas para el mercado, en ocasiones series completas de los apóstoles, los padres de la Iglesia o la vida de Cristo, obras que fueron muy bien acogidas por los coleccionistas. Lo abundante de su producción, así como la irregularidad de su calidad, nos llevan a pensar que tuvo un importante obrador, y de hecho Wolffort contó con discípulos como Pieter van Mol y Pieter van Lint, quienes realizaron copias de obras de su maestro. Actualmente se conservan obras de Artus Wolffort el Museo del Prado, los de Bellas Artes de Besançon y Burdeos, la colección KHM Bilddatenbank, el Museo de Arte de Columbia y otras colecciones públicas y privadas.
En esta obra se representa un paisaje costero de clara raigambre romántica, donde se sitúa la escena del naufragio de un velero, debido a la violenta tempestad que asola la costa. El buque destruido se sitúa en primer plano, y de él surgen pequeñas figuras, supervivientes que nadan y se aferran a las rocas, tratando de salvarse. En un risco que domina el paisaje vemos a una serie de personajes, desesperados ante lo ocurrido. Más allá vemos a un segundo velero, totalmente escorado debido al fuerte viento. El oleaje, las densas y oscuras nubes que cubren el cielo, todo se pone al servicio de la narración, construyendo una imagen de gran fuerza expresiva. Por su temática y aspectos formales podemos relacionar esta obra con el círculo de Joseph Vernet, destacado pintor francés de la segunda mitad del siglo XVIII.
Joseph Vernet debió iniciar su formación junto a su padre, el también pintor Antoine Vernet, y más tarde ingresará como aprendiz en el taller de Philippe Sauvan, donde se dedicará principalmente a la pintura religiosa. Posteriormente pasará a ser discípulo de Jacques Vialia, en cuyo taller de Aix-en-Provence despertará su interés por los paisajes, género al que consagrará desde entonces su obra. Por estos años realizará sus primeras obras como pintor independiente, una serie de pinturas para la decoración del palacete del marqués de Simiane. Vernet logró este encargo gracias a la recomendación de Joseph de Seytres, marqués de Caumont, quien tres años más tarde financiará la visita del joven pintor a Italia. Vernet finalizó pues allí su formación artística, realizando dibujos de arte antiguo, y de hecho permanecerá veinte años en Italia. Por estos años, la vista del mar en Marsellas y su viaje a Civitavecchia despertarán su pasión por los temas marinos, llevándole a ingresar en el taller del pintor de marinas Bernardino Fergioni.
Desarrollará desde entonces un lenguaje especialmente sensible a los efectos atmosféricos, gracias a la detenida observación del natural, caracterizado además por la perfecta integración de la figura humana en el paisaje. En este último sentido revela la influencia de Giovanni Paolo Panini, a quien probablemente conoció en Roma. También es patente en su obra el conocimiento de la obra de Claudio de Lorena, especialmente en el sentido armónico de sus composiciones. Ya como pintor maduro, Vernet pintó en Roma vistas de puertos, marinas bajo la tormenta, en calma o a la luz de la luna, cuadros que gozaron de un gran éxito entre la aristocracia británica. En 1753 será llamado por la corte a París, y allí realizará una serie de pinturas retratando distintos puertos de Francia. Aunque regresará más tarde a Roma, siendo nombrado miembro de la Academia de Bellas Artes, Vernet finalmente fallecerá en Versalles en 1789. Actualmente está representado en museos de todo el mundo, entre ellos el Hermitage de San Petersburgo, el Louvre y la National Gallery de Londres.
Para la realización de la obra, el autor partió de composiciones grabadas, siguiendo el método de trabajo más común en la escuela andaluza del barroco. En concreto, podemos advertir la huella de una composición de Pedro Pablo Rubens: la pintada entre 1617 y 1618 y conservada en el Museo de Bellas Artes de Lyon. Esta composición llegaría a Andalucía a través de versiones grabadas, como las realizadas por Luc Vosterman o Christoffel Jegher. No obstante, el autor de este lienzo aclara la composición reduciendo el número de personajes, y cambia el estilo arquitectónico del escenario, así como a todas las figuras, en mayor o menor grado.
No obstante, aparte de la composición general podemos advertir gran similitud en los gestos de María, José y el Niño, quien se inclina para bendecir la cabeza del Mago arrodillado ante él, también muy parecido al que pinta Rubens. El resto de personajes aparecen libremente modificados o eliminados, si bien el pintor introduce niños, como hace Rubens, y mantiene el esquema cromático dominante en el primer plano, las grandes zonas de rojo y dorado de los mantos de dos de los Magos. No obstante, las similitudes con Rubens se reducen precisamente a la composición. Por el estilo y factura de la obra podemos relacionarla con los discípulos de Matías de Arteaga y Alfaro, pintor y grabador del barroco español, adscrito a la escuela sevillana, que supo recoger e interpretar con personalidad propia la doble influencia de Murillo y Valdés Leal.
Hijo del grabador Bartolomé Arteaga, siendo aún un niño su familia se trasladó a Sevilla, donde se formaría en el taller paterno y en contacto con Murillo, cuya influencia revela su obra temprana junto con la de Valdés leal, quien se estableció en Sevilla el mismo año que Arteaga aprobaba el examen de maestro pintor, en 1656. En 1660 figuró entre los miembros fundadores de la célebre academia de dibujo promovida por Murillo, entre otros, de la que ejerció como secretario entre esa fecha y el año de 1673. En 1664 ingresó en la Hermandad de la Santa Caridad y dos años después en la Sacramental del Sagrario de la catedral sevillana, para la que realizó algunos trabajos. Hacia 1680 hay también constancia de su trabajo como tasador de pinturas.
Fallecido en 1703, el inventario de los bienes dejados a su muerte revela un modo de vivir acomodado, disponiendo de una esclava y una casa grande y bien amueblada, que contaba con una mediana biblioteca con importantes libros en latín y castellano y un estudio de grabado, además de más de ciento cincuenta pinturas, casi la mitad de asunto religioso. Entre ellas se hallaban cuatro series de la Vida de la Virgen, de algunas de las cuales se decía expresamente que contenían vistas arquitectónicas, como las que vemos en esta obra y en las conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Lo más característico de su peculiar estilo son precisamente estas series de asuntos siempre religiosos, situadas en amplios paisajes y perspectivas arquitectónicas tomadas de estampas. Hábil en la creación de estas profundas perspectivas, diestramente iluminadas, sin embargo en el tratamiento de las figuras y sus expresiones corporales suele desenvolverse con cierta torpeza. Arteaga está representado en el citado museo hispalense, diversos templos sevillanos incluyendo la catedral y el Museo Lázaro Galdiano, entre otros.
En este lienzo vemos una detallada vista del patio interior del Palacio del Virrey de Lima, hoy Palacio de Gobierno del Perú. El edificio original fue construido por mandato de Francisco Pizarro en 1536, sobre los territorios que habían pertenecido al curaca Taulichusco, para que fuera su residencia y la sede de la gobernación de Nueva Castilla. Durante la etapa colonial fue la residencia de los virreyes del Perú, y pasó por saqueos, terremotos e incendios que destruyeron parcial o totalmente el edificio. No obstante, las sucesivas reedificaciones mantuvieran la disposición y la planta originales, si bien con el paso de los siglos las modificaciones serán cada vez más libres, hasta llegar a las reformas de la primera mitad del siglo XX. La edificación original fue de adobe y, siguiendo los usos de Castilla, con dos grandes patios y amplios espacios destinados a la tropa y las caballerizas.
En este cuadro se nos muestra un amplio patio interior de clara herencia española, organizado de forma racional, con una calle central delimitada por parterres en la que destaca una fuente de piedra, de estructura vertical. El patio queda delimitado a ambos lados por arquerías, tras las cuales se alzan las densas copas de los árboles, dispuestas como los muros en estricta perspectiva, un tanto forzada, como es corriente en la escuela colonial barroca. El patio queda delimitado en el frente por dos verjas ornamentales, y al fondo por un muro plano con varios vanos y una gran puerta monumental con pilastras a los lados y frontón triangular. A través de esta puerta podemos ver un camino que parte, siempre en línea recta, hacia un gran edificio blanco, cuyas formas quedan difuminadas por efecto de la distancia. Sobre la balaustrada que remata este muro se alza una esbelta palmera, que funciona como eje de simetría de la composición, recortándose contra un cielo azul que se torna blanco en su parte baja debido a las nubes bajas que lo cubren. El horizonte, muy alto pese al punto de vista del resto de la composición, queda cerrado por montañas azuladas.
El patio no aparece vacío, sino que en él se escenifica una escena cortesana. En primer plano vemos un carruaje tirado por cuatro caballos de estilo popular, con una dama ataviada al estilo español en su interior. De hecho, todos los personajes que vemos lucen la moda española de la época: las mujeres con guardainfantes y cuellos blancos bordados, y los hombres de negro, con golilla y calzón. Tras el carruaje vemos una escena de carácter podríamos decir que galante, protagonizada por una dama y un caballero que se encuentran ante la fuente. El caballero, que luce la cruz de Santiago en su capa, se inclina y se quita el sombrero para saludar a la dama, que inclina a su vez la cabeza con modestia, mientras muestra su azoramiento llevándose una mano al rostro, con timidez. En el lado derecho vemos a dos damas, con la cabeza cubierta por una mantilla, sentadas en el suelo al modo español, contemplando la escena. Algo más hacia el fondo aparece un jardinero trabajando en uno de los parterres. En el lado izquierdo vemos a dos parejas de figuras paseando, caminando hacia el fondo del patio: dos monjes delante y dos caballeros más cerca del primer plano.
Dentro de la escuela colonial del barroco, podemos enmarcar esta obra dentro del conjunto de pinturas cuya principal función fue la de referencia, documento o testimonio gráfico de carácter histórico. Como es lógico, en estas obras el estilo se pliega a las exigencias de su función, por lo que utilizarán un lenguaje esquemático y sintético, rico en detalles y de preciso dibujo.
En esta obra Flaugier representa un tema tomado de la mitología clásica, protagonizado por dos jóvenes amantes que, en primer plano, se abrazan sentados en un lecho. Sobre ellos aparece un “putto” clásico con alas de mariposa, sosteniendo sobre sus cabezas una corona de flores. Este niño podría ser la representación infantil del dios Anteros, hijo de Ares y Afrodita y personificación del amor correspondido, además de vengador del amor no correspondido. Hermano y rival de Eros, sería aquí representado como símbolo y protector del amor mutuo de los dos jóvenes que protagonizan la escena. Por la pequeña cadena de oro que la muchacha luce en el cuello, podríamos identificar a la pareja como Perseo y Andrómeda, si bien la escena plasmada no se corresponde a ningún pasaje en concreto de su historia. Las muchachas que aparecen en el lado izquierdo de la composición, portando el cáliz de oro que simboliza la unión en matrimonio, podrían ser las damas de la princesa, y los hombres armados del lado derecho representarían a los rivales que Perseo derrotó para obtener la mano de Andrómeda. Sin embargo, no aparece la cabeza de Medusa que fue el arma del triunfo de Perseo, por lo que la identificación con este tema se hace dudosa.
Formalmente se trata de una obra netamente neoclásica, con un dibujo firme y seguro al que el color queda subordinado. La paleta es también netamente clásica, perfectamente entonada y equilibrada, sin estridencias y contrastes violentos, lo mismo que ocurre con la luz. Ésta es además utilizada para destacar el protagonismo de las tres figuras del primer plano, directamente iluminadas, mientras que el fondo boscoso y el resto de figuras quedan envueltas en una ligera penumbra.
Pintor francés establecido en Cataluña desde muy joven a causa de los negocios de su padre, Josep Bernat o Joseph-Bernard Flaugier inició su formación artística en el taller de un tío suyo, en Marsella. Pasó un tiempo en Tarragona, trabajando allí en pinturas decorativas para palacios y villas como la de Castellarnau. Finalmente se instalará en Barcelona en 1794, y tres años más tarde inicia un viaje por Francia que le permitirá conocer a Jacques-Louis David y a Pierre-Paul Prud’hon, figuras clave en el desarrollo de su estilo pictórico. Regresa a Cataluña en 1799 y se instala definitivamente en Barcelona. En la Ciudad Condal adquirirá pronto un sólido prestigio como introductor del estilo Imperio, evidenciando en su obra la influencia de sus maestros franceses.
Por estos años recibirá asimismo importantes encargos privados, como la decoración de las casas barcelonesas Erasmo y Vedruna (Palacio Real de Pedralbes) o del Palacio de la Virreina, y también de tipo religioso. Realizó las pinturas de la cúpula de la antigua iglesia de San Carlos Borromeo, una “Coronación de la Virgen” que es a día de hoy considerada como su obra maestra. Ya a principios del siglo XIX será nombrado director de la Escuela de La Llotja de Barcelona, cargo que ocupará desde 1809 hasta su muerte, tres años más tarde. En esta etapa de madurez realizará importantes retratos como los del emperador Napoleón y su hermano José Bonaparte, encargados por la Real Audiencia de Barcelona. Por otro lado, durante la ocupación francesa pintó numerosas obras de tema costumbrista y popular.
Tanto por su obra como por su importante labor docente, que determinó en gran parte el estilo de las nuevas generaciones de artistas catalanes, Flaugier es considerado hoy en día como el padre del neoclasicismo en Cataluña. Fue, asimismo, el fundador del primer museo público de pintura en Barcelona, cuya colección formó a partir de los cuadros incautados a los conventos cerrados por las autoridades barcelonesas. Actualmente está representado en el Museo del Prado, el Nacional de Arte de Cataluña, la Academia de Bellas Artes de Sant Jordi en Barcelona y otras colecciones, tanto públicas como privadas.
En su informe, Enrique Valdivieso indica que, por su estilo y factura, esta obra se inscribe dentro de la escuela valenciana del siglo XVI, siendo su autor algún pintor que conoce y sigue el estilo de Vicente Masip, y fecha la obra en años cercanos a 1550. Destaca en la pintura la corrección del dibujo, especialmente palpable en la bella figura de la Virgen y en la del Niño que tiene en sus brazos. A la izquierda se sitúa San Juan Bautista niño, sosteniendo en las manos una filacteria con la inscripción “Ecce Agnus Dei”, con la que anuncia la condición de cordero de Dios del futuro redentor.
Dos bellos ángeles niños se incorporan a la composición, llevando el situado a la derecha un laúd con el que interpretará música en homenaje al Niño Dios y a su madre. La escena se organiza racionalmente, siguiendo un esquema simétrico centrado en la figura de la Virgen sentada y del Niño, que quedan flanqueados por un ángel y San Juanito, situados uno de perfil y otro levemente girado, dándonos la espalda pero con el rostro de perfil, casi como una imagen especular del pequeño santo. Esta simetría queda además reforzada por la presencia del pequeño ángel que se asoma a la escena por encima del hombro de la Virgen, y cuyo rostro es casi un reflejo especular respecto al del Niño.
Como es corriente dentro de la escuela española del XVI, vemos a María y a su Hijo abrazados, uniendo sus rostros, reflejando un cariño materno-filial que aporta naturalismo e incide en la humanidad del Niño, buscando así conmover el ánimo del fiel a través de la representación de sentimientos con los que éste se identificaba, y reforzando así la expresividad de la escena. Destaca igualmente a nivel compositivo el complejo juego de miradas, que tiene como resultado una imagen cerrada no sólo a nivel compositivo (simetría, composición circular) sino también en el narrativo. Así, el Niño y su madre muestran una mirada baja, que dota de ternura a sus rostros, pero que como el resto de ojos de la imagen está centrada en la filacteria que porta San Juanito, símbolo del futuro sacrificio del Niño. Esta idea que además reforzada por la presencia del cordero a los pies de María. El arte cristiano se deleitó a lo largo de su historia, y especialmente en la Edad Moderna, proyectando sobre la infancia inocente de Jesús la sombra de la cruz.
El contraste entre la feliz despreocupación de un niño y el horror del sacrificio al cual estaba predestinado, fue concebido para conmover los corazones. Esta idea era ya familiar a los teólogos de la Edad Media, pero los artistas de entonces la expresaban discretamente, ya mediante la expresión preocupada de la Virgen, ya a través del racimo de uvas que el Niño estruja en sus manos. Será sobre todo en el arte de la Contrarreforma donde ese presentimiento fúnebre de la Pasión se exprese por medio de alusiones transparentes. Zurbarán muestra al Niño Jesús pinchándose con el dedo al trenzar una corona de espinas. Murillo, al pequeño San Juan Bautista que le muestra su cruz de cañas. Finalmente, el tema encuentra su expresión más conmovedora en el tema del Niño Jesús Dormido sobre una cruz.
En este lienzo el pintor nos presenta a varios personajes, celebrando una bacanal, en torno a la figura de Sileno, coronado de hiedra y subido sobre un burro con la ayuda de dos hombres jóvenes, dado que está tan ebrio que no puede hacerlo por sí mismo, e incluso parece a punto de derrumbarse, sin soltar en ningún caso el cuenco de oro del que bebe. En torno a estas figuras centrales vemos a otros personajes, hombres y mujeres jóvenes tocando instrumentos musicales, bebiendo y danzando. Sileno era el padre adoptivo, preceptor y leal compañero de Dionisos, un sátiro de edad avanzada, gordo y de aspecto extraño, adorado entre los griegos como un dios menor de la embriaguez. Es también descrito como el más viejo, sabio y borracho del cortejo del dios del vino. Su equivalente en la mitología romana era Silvano. Conocido por sus excesos con el alcohol, debidos a su amor por el vino, solía estar borracho, y tenía que ser sostenido por otros sátiros o llevado en burro, tal y como aquí vemos. Se dice que, en estado de embriaguez, Sileno poseía una sabiduría especial y también el don de la profecía.
Al centrar la atención de la escena en la figura de Sileno, el autor de esta pintura dota a la obra de un sentido acusadamente naturalista, cercano incluso al costumbrismo, que llega a eclipsar casi la ambientación clásica y el propio tema mitológico. Por tanto, el tema báquico es una mera excusa para representar una celebración popular, con personajes que aunque visten a la clásica, con túnicas y mantos, están plasmados con un naturalismo que los asemeja a retratos. Los rostros femeninos son algo más idealizados, aunque igualmente responden a un modelo real. De hecho, las tres muchachas muestran un rostro muy similar, posiblemente los rasgos de una modelo real única. Este acento en el naturalismo de los tipos es el rasgo más claro que entronca esta obra con el barroco naturalista, derivado de Caravaggio y sus seguidores. Sin embargo, también otros muchos elementos señalan en esta dirección. En primer lugar el propio tema báquico, que ya Caravaggio aprovechó para plasmar una escena real en su cuadro “Baco” (h. 1598, Florencia, Uffizi).
También la composición, con los personajes en primer plano, sin distancia alguna respecto al espectador, muy juntos y aparentemente desorganizados, destacados sobre un fondo plano, es propia del barroco naturalista. Este tipo de composición evita que la atención se disperse, y busca también un cierto ilusionismo en la representación. El cromatismo es también el propio de esta escuela, centrado en tonalidades terrosas, ocres y marrones iluminadas por detalles blancos. No obstante, uno de los elementos más elocuentes e identificativos de la escuela caravaggista fue la iluminación tenebrista, una luz de foco, dirigida, que penetra por el ángulo superior izquierdo e incide directamente en las zonas importantes de la escena, dejando el resto envuelto en una expresiva y matizada penumbra y modelando rasgos, volúmenes y objetos a través de la luz. No obstante, se aprecia la influencia del clasicismo romano-boloñés que, junto con la influencia de Caravaggio, conformó la base de la escuela napolitana barroca. Así, las figuras son monumentales y escultóricas, recordando a modelos de Reni y Domenichino, especialmente la figura del joven situado en el lado derecho, con manto rojo, que muestra su musculosa espalda al espectador.
La profunda influencia del barroco naturalista en la escuela napolitana se debe a la presencia del propio Caravaggio, quien permaneció en Nápoles entre 1606 y 1607 y, poco después, entre 1609 y 1610. Su influencia directa precipitó el cambio estilístico, y llevó a los pintores de esta escuela a dejar atrás el tardomanierismo imperante en esos años. La obra de referencia fue “Las siete obras de misericordia”, que Caravaggio pintó en 1607 para el altar mayor de la iglesia del Monte Bella Misericordia. El nuevo lenguaje fue reafirmado en Nápoles con la llegada en 1616 del valenciano Jusepe de Ribera. Dotado de una certera sensibilidad y de una cruda interpretación de la realidad que roza la agresividad, Ribera rompió con su pincelada pastosa y expresiva el idealismo formal que dominaba en la época, jugando un papel decisivo en la difusión del naturalismo tanto en Nápoles como en Sicilia. Otro importante renovador, de los primeros en seguir a Caravaggio, fue Giovanni Battista Caracciolo, quien pintó una obra para la misma iglesia del Monte Bella Misericordia. El caravaggismo napolitano partirá pues de Caracciolo y de Ribera, y se verá reforzado por la presencia de la obra de Caravaggio y por la llegada, en 1630, de Artemisa Gentileschi, por lo que gozó de un desarrollo muy largo en el tiempo, si bien totalmente autónomo. Gentileschi abrió la vía hacia un caravaggismo más incisivo y tenebroso, que por las mismas fechas se conjugará con la introducción en Nápoles de las novedades del clasicismo romano-boloñés, a través de la presencia de Reni, Domenichino y Lanfranco.
Pintor activo entre 1612, aproximadamente, y 1652, año de su muerte, Balthasar Huys perteneció a la escuela flamenca del primer barroco, y se especializó en la pintura de bodegones. Fue discípulo de Jean-Baptiste Saive. Actualmente está representado en la colección SØR Rusche de Berlín, entre otras destacadas colecciones, principalmente europeas.
En esta obra se conjugan dos de los grandes géneros del barroco flamenco y holandés: la pintura de género y el bodegón. Así, la naturaleza muerta se plantea como parte de una composición más compleja, protagonizada por una figura de gran tamaño que cobra además protagonismo al mirar directamente al espectador, integrándolo en el escenario, un recurso escenográfico netamente barroco.
Los diversos alimentos se disponen en los primeros planos, en una composición abierta, asimétrica y dinámica típicamente barroca. La cocinera se sitúa en segundo plano, captada de tres cuartos, sosteniendo una gran vara de asar en la que aparece ensartada una gran ave. En este tipo de composiciones lo habitual será cerrar el espacio tras la figura, con un fondo oscuro o en penumbra, tal y como vemos en el lado izquierdo de la imagen. Sin embargo, aquí Huys abre el espacio en profundidad en el lado derecho, permitiéndonos ver un escenario arquitectónico perfectamente trabajado; una segunda sala iluminada con luz natural, de arquitectura clásica, tras cuyos arcos se adivinan los edificios de una típica ciudad flamenca de la época, destacados sobre un cielo de tonalidad azul verdosa, un tanto oscuro.
El bodegón con figuras de gran tamaño de la escuela flamenca tienen su en el siglo XVI, en las obras de Pieter Aertsen (1508-1575) y Joachim Beuckelaer (1533-1574). Ambos pintores realizarán grandes cuadros que avanzan el barroco por su naturalismo y valor escenográfico, si bien evidencian aún el abigarramiento de elementos propio del manierismo. Pieter Aerstsen creó una fórmula que consiste en colocar la figura en primer término, rodeada de alimentos trabajados a gran tamaño, siempre plasmados con una especial atención a las calidades y los detalles, siguiendo la tradición flamenca. Beuckelaer, discípulo de Aertsen, tomó este modelo creado por su maestro y lo utilizó para representar escenas religiosas, que siempre quedan en un segundo plano respecto al bodegón. De hecho, es probable que Velázquez tomara de él su idea compositiva para “Cristo en casa de Marta y María” (1618, Londres, National Gallery), seguramente a través de un grabado de Cornelis Cort. Ya en el siglo XVII, el género del bodegón con figuras cobrará una gran importancia en la escuela flamenca, con composiciones ya más dinámicas y teatrales, plenamente enmarcadas dentro del estilo barroco, como aquí vemos.
En este lienzo el autor nos presenta el descanso en la huida a Egipto, con la Sagrada Familia en un paisaje rocoso, los tres personajes en primer término, en una composición en friso de cariz clásico. El centro de la imagen lo ocupa la Virgen, sentada en el suelo, monumental en su representación gracias a los amplios paños de sus ropas, con el Niño desnudo en sus brazos, al que sostiene en el frente, casi mostrándoselo al fiel que ora a los pies de la imagen. Junto a ellos, pero en un segundo plano, aparece San José, mirando directamente a Jesús. No obstante, José no aparece totalmente relegado, porque aunque su cuerpo quede envuelto en penumbra su rostro queda vivamente iluminado, de forma que nuestra mirada se fije en él, como tercer punto principal de atención de la composición. Además su presencia, que rompería el equilibrio de la composición triangular central, queda compensada con el risco montañoso que aparece en el lado izquierdo, por lo que su figura cumple además una función compositiva dentro de la escena, equilibrándola y completando la armonía de la imagen. Cabe señalar también la presencia de un hatillo y una calabaza de agua en el ángulo inferior izquierdo, detalle anecdótico que añade algo de narratividad a la escena, dotándola de un mayor realismo, acorde con el espíritu barroco. De hecho, no se nos presenta la escena con triunfalismo ni un acusado carácter escenográfico, sino que el autor busca que el fiel se identifique con el sufrimiento de Jesús y su familia, y por tanto los humaniza, eliminando todo símbolo o alegoría sagrada.
Formalmente en esta obra domina la influencia del clasicismo romano-boloñés de los Carracci y sus seguidores, una de las dos grandes corrientes del barroco italiano, junto al naturalismo caravaggista, y de hecho la que finalmente se impondrá en el pleno barroco. Así, la composición es triangular (aunque se introduce el dinamismo netamente barroco mediante una ligera y compensada asimetría), las figuras son monumentales, de rostros idealizados y gestos serenos y equilibrados, en una representación idealizada cuya base parte de los cánones clásicos. También la retórica de los gestos, teatrales y elocuentes, netamente barrocos, es algo típico del clasicismo italiano del XVII. Cabe señalar asimismo la importancia del aspecto cromático, muy pensado, entonado y equilibrado, centrado en gamas básicas en torno al rojo, el ocre y los tonos terrosos, que integran armónicamente a las figuras en el entorno de paisaje. También la forma de componer la escena, con un ritmo circular establecido por las tres figuras, y cerrada por ambos lados con elementos naturales, pero abierta a un profundo paisaje en el centro, es típico de esta escuela del clasicismo barroco. Sin embargo, pese al dominio de lo clásico se advierte una cierta influencia del naturalismo, especialmente en el aspecto lumínico. Así, la luz aunque es natural es dirigida, centrada en la escena principal y dejando el resto en penumbra, diferenciando así los diferentes planos del espacio y centrando la atención del espectador en la escena.
La huida a Egipto es un episodio del Evangelio de Mateo muy tratado en el arte, utilizado con frecuencia para identificar a la Sagrada Familia con los desfavorecidos por la emigración y la represión política. El relato del Nuevo Testamento, muy breve y propio del Evangelio de Mateo, narra cómo un ángel se aparece en sueños a San José y le indica que debe huir a Egipto junto a María y el Niño, pues el rey Herodes lo estaba buscando para matarlo. José obedece, y al cabo de un tiempo se le ordena volver, de un modo similar. El propio evangelista ve en el episodio el cumplimiento de una profecía del Antiguo Testamento: “de Egipto llamé a mi hijo” (Oseas, 11,1). En los evangelios apócrifos y en la tradición cristiana posterior, este episodio se ampliará con multitud de anécdotas y milagros acaecidos a lo largo del viaje, entre los cuales encontramos el descanso en la huida a Egipto, pausa obligada para que la Virgen amamante al Niño.
El episodio que narra esta pintura tuvo lugar en el año 1550, cuando san Ignacio de Loyola se encontraba junto con otros jesuitas a la puerta de su convento en Roma para recibir al futuro san Francisco de Borja, que ostentaba el título de Duque de Gandía. Éste había renunciado a toda su grandeza nobiliaria, ingresando en la orden jesuítica en 1547 y presentándose tres años después en Roma para que san Ignacio le recibiese entre los miembro de la Compañía de Jesús.
La ejecución de esta obra está realizada con una composición bien organizada, en cuyo centro aparece Francisco de Borja vestido elegantemente como un caballero, y acompañado de sus criados. Al llegar ante san Ignacio, inicia el movimiento para realizar una reverencia, pero san Ignacio se lo impide. Un interesante fondo arquitectónico que sugiere el edificio de la Compañía de Jesús en Roma figura al fondo de la escena, y de él podemos ver las arcadas del patio principal a la derecha y, a la izquierda, la fachada principal.
Particular interés presenta en la pintura la presencia de tres jesuitas que aparecen detrás de san Ignacio, bajo el umbral de la puerta del convento. Estos tres personajes parecen ser tres retratos, que pueden reproducir los rostros de algunos de los miembros de la casa profesa de la Compañía de Jesús en Sevilla en el momento en que esta obra fue pintada.
Juan Simón Gutiérrez hubo de realizar esta pintura en la plenitud de su carrera artística, en torno a 1700-1710, cuando todavía se mantenía vivo en Sevilla el estilo de Murillo que él conservó a lo largo de toda su vida, siendo de hecho uno de sus mejores seguidores.
Juan Simón Gutiérrez se formó en Sevilla, donde debió entrar en contacto con Murillo, como pone de manifiesto la gran huella que el maestro dejó en sus obras. Consta su presencia en la Academia hispalense entre 1664 y 1667, año en que está documentado su matrimonio. En 1680 obtuvo el cargo de alcalde alamir, siendo el responsable de los exámenes de ingreso de los nuevos alumnos de la Academia. Se conservan obras suyas en centros religiosos como el convento de la Trinidad de Carmona o la iglesia mayor de Santa María la Coronada de Medina Sidonia, así como en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y el de Los Ángeles, en Estados Unidos.
San Francisco de Borja (1510-1572), General de la Compañía de Jesús, duque de Gandía y marqués de Lombay, grande de España y Virrey de Cataluña, era descendiente de los reyes de Navarra y la corona de Aragón, biznieto del papa Alejandro VI y sobrino tataranieto del papa Calixto III. Fue canonizado en 1671 por el papa Clemente X. En el arte, su figura comenzó a representarse muy pronto, casi poco después de su muerte. Sus elementos iconográficos más distintivos son la calavera (en ocasiones coronada), recuerdo de su espanto y causa de su cambio de vida al descubrir la descomposición de la emperatriz Isabel de Portugal cuando iba a hacer entrega de su cadáver en Granada; las coronas ducales por el suelo, signo de su renuncia a todo lo terreno; y las mitras y capelos cardenalicios también rechazados por él. Asimismo, se le suele representar con un rostro sereno, de profunda expresión, reflejo de su interior. Otro elemento propio de su iconografía es la custodia, que representa su defensa de la Eucaristía.
Esta obra se enmarca dentro de la órbita de Annibale Carracci, creador del paisaje clasicista barroco. Su lenguaje se caracterizó ante todo por el idealismo y por una concepción de la naturaleza que expresa armonía y clasicismo por encima del tema representado, que queda relegado a un segundo plano de importancia. Aunque las figuras quedan perfectamente insertadas en el paisaje, el boloñés aportó una nueva concepción de éste como entidad autónoma, independiente, no manipulable por el hombre, muy por encima de su categoría anterior como mero decorado de los sucesos humanos, divinos o mitológicos. Carracci plasmará eminentemente paisajes que alojan temas religiosos, pero sus seguidores irán un paso más allá eliminando la trascendencia del tema (aunque no las figuras), de modo que el paisaje se alce como el verdadero protagonista de la pintura.
El paisaje clasicista fue por tanto una de las novedades que caracterizan a la pintura italiana del siglo XVII, y ya desde las primeras décadas de la centuria se aprecia un cambio en la interpretación del paisaje. Esta escuela se caracterizará ya en el pleno barroco por la plasmación de escenas líricas que evocan la visión arcádica del entorno pastoril, sin la pretensión de recrear paisajes concretos. La naturaleza es por tanto ordenada por el artista y sometida a las reglas clásicas, en la búsqueda de un orden natural ideal de raíz clásica. Así, encontramos equilibradas composiciones en horizontal, en línea con el clasicismo boloñés, y al mismo tiempo puntuales aunque exactas disposiciones de la naturaleza que se relacionan con la pintura de Caravaggio y de los pintores nórdicos asentados en Roma, dos influencias que confluyen predominando la primera.
Así, en esta obra vemos esa naturaleza ordenada en base a una estructura ortogonal, compensada y de tendencia simétrica, en la cual la presencia humana es una mera anécdota que acerca el paisaje al espectador, sin centrar sin embargo su atención. La estructura se organiza en base al cauce central del río, que discurre ondulante desde el primer plano hasta el fondo, guiando nuestra mirada hacia las lejanas montañas, azuladas por la distancia, que cierran la composición y se recortan contra un cielo luminoso, surcado de leves y monumentales nubes, que ocupa casi la mitad de la superficie pictórica. El espacio se construye en profundidad utilizando recursos propios de la escuela clasicista italiana del barroco, principalmente un hábil manejo del color y de la luz que va marcando la distancia de forma gradual y naturalista. En los primeros planos se concentran por tanto tonos intensos y cálidos, que van perdiendo opacidad según se alejan, y van adquiriendo una tonalidad más fría, con predominio de los verdes y ocres a medio camino para finalmente desembocar en un horizonte totalmente azul.
En esta obra se desarrolla un paisaje captado desde un punto de vista alto, que permite una lectura pormenorizada de todos sus detalles. Vemos un espacio muy amplio y desarrollad en profundidad, construido a base de planos sucesivos como es tradicional en la pintura holandesa ya desde el siglo XV. El paisaje queda cerrado al fondo por un monte cercano y una montaña más alejada, azulada por la distancia, cuya cumbre queda nítidamente recortada sobre un cielo movido, de nubes algodonosas hábilmente trabajadas, dominado por una luz dorada que inunda el plano de tierra. En éste vemos un gran número de personajes, todos individualizados en sus ropas, gestos y actitudes, repartidos desde el primer plano hasta donde alcanza la vista, situados en torno a diversas arquitecturas. En el lado izquierdo la composición queda cerrada por un edificio monumental, la cabecera de una iglesia renacentista a juzgar por sus volúmenes y detalles, trabajados con acento naturalista, gran detalle y atención a los juegos de luces y sombras, estas últimas muy matizadas, lo que nos indica la influencia de los caravaggistas de Utrecht (Terbugghen, Honthorst y Baburen), una de las escuelas clave del barroco holandés.
De hecho, la propia entonación planteada en torno a los tonos cálidos, principalmente terrosos, carmines, ocres y blancos muy matizados, procede de la misma influencia. Sin embargo, la composición se aleja completamente de dicha escuela, con un planteamiento que, aunque naturalista, se aleja de las escenas más íntimas propias de los caravaggistas, planteando un amplio escenario a la manera de paisajistas holandeses del XVII como Van Goyen, cuyos turbulentos celajes tienen aquí su eco, o incluso de figuras puente con la tradición del siglo anterior como Avercamp o Van de Velde, especializados en amplios escenarios costumbristas llenos de personajes y captados con una gran sensibilidad atmosférica. También se aprecia la influencia de la escuela italianizante de paisaje holandesa, representada por Bamboccio, Both y Berchem. El primero de ellos ejerció una enorme influencia en sus contemporáneos, llegando a conformarse una escuela propia de seguidores, conocidos como los “Bamboccianti”. Aquí las figuras son más pequeñas que las de Pieter Van Laer “Il Bamboccio”, pero se aprecia el mismo carácter costumbrista descriptivo que ahonda en la narración de la actividad cotidiana. De los otros dos pintores de paisaje italianizante, Jan Both y Nicolaes Pieteerszoon Berchem, derivan el carácter escenográfico de la composición, el amplio celaje cargado de protagonismo y el expresivo efecto de luces y sombras que deriva de éste.
Sin duda, fue en la pintura de la escuela holandesa donde se manifestaron más abiertamente las consecuencias de la emancipación política de la región, así como de la prosperidad económica de la burguesía liberal. La conjunción del hallazgo de la naturaleza, de la observación objetiva, del estudio de lo concreto, de la valoración de lo cotidiano, del gusto por lo real y material, de la sensibilidad ante lo aparentemente insignificante, hizo que el artista holandés comulgase con la realidad del día a día, sin buscar ningún ideal ajeno a esa misma realidad. No pretendió el pintor trascender el presente y la materialidad de la naturaleza objetiva o evadirse de la realidad tangible, sino envolverse en ella, embriagarse de ella a través del triunfo del realismo, un realismo de pura ficción ilusoria, lograda gracias a una técnica perfecta y magistral y a una sutileza conceptual en el tratamiento lírico de la luz. A causa de la ruptura con Roma y de la tendencia iconoclasta de la Iglesia reformada, las pinturas de tema religioso acabaron por eliminarse como complemento decorativo con finalidad devocional, y además las historias mitológicas perdieron su tono heroico y sensual, de acuerdo con la nueva sociedad. Así el retrato, el paisaje y los animales, la naturaleza muerta y la pintura de género fueron las fórmulas temáticas que cobraron valor por sí mismas y que, como objetos propios del mobiliario doméstico –de ahí las reducidas dimensiones de los cuadros-, fueron adquiridas por individuos de casi todas las clases y estamentos sociales.
En esta obra, siguiendo una forma de representación simultánea de distintas escenas relacionadas entre sí, el pintor representa las siete obras de misericordia “corporales”, en un espacio que conjuga el espacio exterior con el interior. Estas siete obras son visitar y cuidar de los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, liberar al cautivo y sepultar a los muertos. La composición bebe de modelos italianos grabados, posiblemente del siglo XVI, y de ahí la rigurosa perspectiva en que se basa la construcción del espacio, con claras líneas de fuga que ordenan la imagen. Ésta se desarrolla en profundidad, con un primer término plagado de personajes que sin embargo aparecen ordenados en planos sucesivos, quedando tras ellos un camino en zigzag que va guiando nuestra mirada de una escena a otra. En este primer plano vemos a una pareja de personajes elegantemente vestidos a la moda de la época, probablemente ricos comerciantes o burgueses acomodados. Ayudados por un sirviente, están ocupados en distribuir grandes panes entre las gentes del pueblo, reunidas en una fila más o menos ordenada.
En primer lugar vemos a dos niños, uno ya con un cesto tras recoger su pan, y el otro mostrando su sombrero vacío para recogerlo. Tras ellos, una mujer recoge el pan directamente de la mano de la señora, con gesto agradecido en su rostro. En el lado opuesto de la representación vemos a dos personajes que dan de beber a una madre casi desfallecida por la sed, y acompañada por su hijo pequeño. Continuando la lectura en profundidad, en el lado izquierdo vemos a varios prohombres que vistes con sus propias manos a hombres que se hallan semidesnudos. En el siguiente plano, siguiendo el zigzag para dirigirnos al lado derecho, aparecen dos personajes vestidos de negro que acaban de romper los barrotes que cerraban la celda de un hombre con vestiduras rojas, posiblemente un clérigo. De nuevo siguiendo hacia el fondo, esta vez en el lado izquierdo, vemos la representación del acto de dar posada al peregrino: dos hombres guían a un tercero hacia el interior de un edificio. Finalmente, al fondo se adivina una comitiva fúnebre, representación del acto de misericordia de sepultar a los muertos. Finalmente vemos a dos personajes, un hombre y una mujer, flanqueando la cama donde reposa un hombre enfermo, en el interior de la casa que cierra la composición por el lado izquierdo.
Aunque se trata de un tema complejo por el gran número de escenas representadas, la tradición narrativa de la escuela holandesa logra hilar cada uno de los actos representados y narrarlos con detalle y sentido escenográfico, ordenando las escenas con claridad, orden y naturalismo. De hecho, el pintor introduce incluso elementos narrativos adicionales, como la pata de león de la mesa del primer plano, el hombre que carga un cesto de pan tras el prohombre situado ante la mesa, etc., y además describe con minuciosidad los detalles de arquitecturas, vestimentas y fisonomías.
Sin duda, fue en la pintura de la escuela holandesa donde se manifestaron más abiertamente las consecuencias de la emancipación política de la región, así como de la prosperidad económica de la burguesía liberal. La conjunción del hallazgo de la naturaleza, de la observación objetiva, del estudio de lo concreto, de la valoración de lo cotidiano, del gusto por lo real y material, de la sensibilidad ante lo aparentemente insignificante, hizo que el artista holandés comulgase con la realidad del día a día, sin buscar ningún ideal ajeno a esa misma realidad. No pretendió el pintor trascender el presente y la materialidad de la naturaleza objetiva o evadirse de la realidad tangible, sino envolverse en ella, embriagarse de ella a través del triunfo del realismo, un realismo de pura ficción ilusoria, lograda gracias a una técnica perfecta y magistral y a una sutileza conceptual en el tratamiento lírico de la luz. A causa de la ruptura con Roma y de la tendencia iconoclasta de la Iglesia reformada, las pinturas de tema religioso acabaron por eliminarse como complemento decorativo con finalidad devocional, y además las historias mitológicas perdieron su tono heroico y sensual, de acuerdo con la nueva sociedad. Así el retrato, el paisaje y los animales, la naturaleza muerta y la pintura de género fueron las fórmulas temáticas que cobraron valor por sí mismas y que, como objetos propios del mobiliario doméstico –de ahí las reducidas dimensiones de los cuadros-, fueron adquiridas por individuos de casi todas las clases y estamentos sociales.
Esta obra está situada en la etapa temprana de la producción del Maestro de Robredo, y representa a Jesús niño entre los doctores, cuando tras estar tres días perdido es hallado por María y José en el templo. Se trata de un episodio narrado en el Evangelio de Lucas (2:41-50), donde se relata la presencia de Jesús entre los teólogos o doctores de la Ley mosaica. El episodio también se describe en el Evangelio Apócrifo Árabe de la Infancia de Jesús. María y José acudían todos los años a Jerusalén por la Pascua Judía, y en una de estas ocasiones, cuando Jesús tenía doce años, el niño desapareció de la vista de sus padres para dirigirse al Templo de Jerusalén. Allí pasó un tiempo escuchando y preguntando a los doctores del Templo, quienes quedaron asombrados por sus conocimientos teológicos. Al ser hallado por sus padres, tres días después, Jesús habló así a su madre, ante la preocupación de ésta: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre?”. Este episodio es el último de los relatos de la infancia de Jesús en el Evangelio, y el primero en el que el niño no se muestra obediente a sus padres. En la interpretación católica, los tres días de separación de María se muestran como un símbolo de la futura redención de los hombres a través del sacrificio de Jesús, de su muerte en la cruz. También es la primera ocasión en la que Jesús muestra lo que será su actividad de predicación, el diálogo en lugar de la mera transmisión de normas.
En esta tabla vemos a Jesús sentado en un trono decorado con tallas en relieve, señalando a los doctores con la mano izquierda, un símbolo iconográfico que indica que está hablándoles, y sosteniendo en la mano derecha una filacteria, con una leyenda. Ante él vemos cuatro doctores, tres de ellos enfrascados en la consulta de sus libros sagrados, buscando conceptos teológicos para responder a los argumentos de Jesús, y el cuarto ejecutando un gesto que indica al espectador que está escuchando a Jesús: alza una mano abierta al frente, mientras descansa la otra sobre el pecho, con el índice extendido en señal de que se dispone a hablar a continuación o acaba de hacerlo. Mediante estos elocuentes gestos, convenciones muy utilizadas en el último gótico y también en el renacimiento e incluso más adelante, el pintor describe el diálogo con claridad, de forma que el espectador, el fiel situado ante la obra, comprenda perfectamente la acción. Asimismo, vemos a María también alzando una mano, indicando que está escuchando a su hijo. Como es habitual en las obras medievales, san José permanece en segundo plano, presente porque lo exige la narración bíblica pero en actitud pasiva, mirando directamente a Jesús con las manos unidas sobre su vara.
El Maestro de Robredo fue un pintor activo a finales del siglo XV en el foco burgalés, adscrito a la escuela hispano-flamenca castellana. Se de designa con el nombre convencional de Maestro de Robredo, al no conservarse ninguna obra firmada ni documentada de su mano, por la procedencia de una de sus obras, el “Retablo de san Pedro” del pueblo burgalés de Robredo de Valdezamanzas, del que conservan actualmente dos tablas: la “Detención de san Pedro” y “San Pedro entronizado entre san Pablo y san Andrés” (antigua colección La Sota). Estas dos tablas sirven como punto de partida para la atribución a este maestro de otras como el “Éxtasis de la Magdalena” (colección particular) y la “Cena en casa del fariseo” (Museo del Prado). Los historiadores ven en su obra un estilo fuertemente influido por el de Jorge Inglés, por lo que debió estar relacionado con él de alguna forma. No obstante, al trabajar en fechas posteriores a las de Inglés, el Maestro de Robredo desarrolla un canon más esbelto y una mayor tendencia expresiva, a la que ayudan tanto la carnación broncínea empleada en sus obras como lo distorsionado de su anatomía, oculta por los artificiosos plegados de sus ropas, y también los gestos de las manos de sus personajes, habitualmente con los dedos crispados. Asimismo, en algún momento este maestro debió influir en el Maestro de San Nicolás, con el que colaboró entre 1470 y 1480 en el “Retablo de san Juan Evangelista” (Museo de Bellas Artes de Bilbao).
Durante el siglo XV, la influencia de la escuela pictórica flamenca fue clave en el desarrollo del arte europeo, y de manera especial en España, ligada a los Países Bajos por lazos políticos y económicos. En ese momento, los pintores flamencos sentaron un modelo estilístico basado en la búsqueda de la realidad, centrándose en la plasmación de las calidades de los objetos, otorgando una especial importancia a los detalles secundarios y utilizando una técnica lisa y dibujística. Otro elemento típicamente flamenco que vemos en esta obra es la construcción del espacio en tres dimensiones, de forma empírica y no teórica, a diferencia del modo en que lo harán los italianos en la centuria siguiente. Así, vemos una captación ilusionista del espacio, apoyada en el entramado geométrico de las baldosas del suelo, el paramento de sillares de los muros y el artesonado del techo. Por otro lado los plegados, duros y triangulares, son típicamente góticos, y revelan ya un cierto movimiento sinuoso en algunas zonas, como el manto de la Virgen, que es propio del siglo XV. Otro elemento característico de la escuela hispano-flamenca de este momento será la profusa utilización del dorado; aquí se elimina el fondo plano ornamental dorado de otras composiciones contemporáneas, dado que se construye un espacio tridimensional en la búsqueda de un mayor realismo. Sin embargo, el dorado trabajado como si se tratara de telas brocadas permanece en la túnica de la Virgen, la puerta del fondo y los nimbos de María y Jesús.