Egipto y la búsqueda de la eternidad
Los árabes, siglos después del ocaso de Egipto, crearon un antiguo proverbio que define muy bien el tema que nos ocupa: “el hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides”. No sin razón el dicho revela una realidad y es que las pirámides de Gizeh son el único de los monumentos de las famosas antiguas siete maravillas que ha llegado hasta nuestros días. La supervivencia de estos colosos se debe al esfuerzo único y sin precedente de un pueblo entero unido bajo la misma idea, la eternidad.
El concepto finito de la vida provocó en esta civilización el sentimiento de buscar una continuidad, una vez ésta se hubiera terminado. Su profunda fe y convicción unida a una mitología capaz de responder a las cuestiones que les inquietaban y la firme esperanza en un “más allá” que pudiera perpetuar la existencia del alma. El arte fue sin duda la mejor herramienta para representar no sólo la idea que exponemos sino el medio indispensable para conseguirlo. Si pensáramos por un momento en nuestra existencia una vez hemos muerto, tenderíamos a llegar a la paradoja de cómo podemos existir sino respiramos, sino podemos seguir con nuestras rutinas y nuestras vidas. El pueblo egipcio resolvió esa incógnita dando por sentado que la vida continuaba en un mundo paralelo a este, perfecto y sin las trabas del presente que era el premio a la vida acorde a la verdad y la virtud. De hecho así se presenta nuestro protagonista.
El mismo día se subasta en Setdart una colección de piezas arqueológicas en el que podremos viajar desde Egipto, pasando por Grecia y Roma hasta llegar a América.
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Pahuen, más allá de los títulos con los que se muestra y su estatus dentro de la estamental sociedad egipcia, lo hace como un hombre acorde a la verdad, al igual que su padre, Nezh. La carta de presentación de un egipcio, aunque arrojara algo de propaganda, era el soporte para facilitar el camino en su viaje al otro mundo. El trayecto tenía que apoyarse en todos los ritos que seguían a su partida, como por ejemplo sería la momificación o la construcción de una tumba.
Había que mantener la imagen de la persona ya fuera en una escultura o preservando el cuerpo, ver su rostro en un relieve o en la tapa de su sarcófago. Por su puesto lo más importante, que su nombre no se olvidara. El valor del nombre de una persona en el antiguo Egipto era algo de una relevancia fundamental, pues si era olvidado este no podría seguir su viaje. Permanecer en la memoria de sus familiares y de su pueblo una vez no estuviera debería quedar literalmente grabado en piedra y por todos los medios de los que dispusiera. Por ejemplo los ushebtis, un elemento habitual del ajuar funerario, solía incluir el nombre del propietario así como otros elementos como muebles y demás utensilios o joyas. Los jeroglíficos, inscripciones o textos que cubrían los sarcófagos, las paredes de las tumbas o los templos servían tanto para guiar en el viaje a la otra vida cómo para asegurarse ser recordado y, por tanto, vivos. Quizá todos estos esfuerzos no hayan quedado tan alejados de su propósito. Por ejemplo en esta misma subasta tenemos la oportunidad de mirar cara a cara a los ojos de las máscaras que en su día cubrieron sus rostros, tener en nuestras manos las esculturas con sus nombres y que les acompañarían y, como no, al mismo Pahuen que después de tres mil años sigue siendo recordado.