La esencia de la vinicultura y el campo a través del pincel de Salvador Clemente.
En las postimetrias del siglo XIX, las artes plásticas y la tradición agraria de nuestro país quedaron por siempre hermanadas gracias a pintores que, como Salvador Clemente, capturaron la esencia del enraizado vínculo que unía al hombre con la tierra cultivada, a la que, a pesar de la evolución de los tiempos y la tecnología, seguimos estrechamente ligados. Las tres obras que el próximo dia 1 de diciembre licitaremos en Setdart, son una exhibición del costumbrismo sevillano decimonónico que encontró en el prodigioso pincel de Salvador Clemente a uno de sus máximos y más reconocidos exponentes.
Corría el año 1899 cuando Salvador Clemente, recién llegado de París, decidía instalarse en Sevilla, ciudad que por aquel entonces vivía una frenética efervescencia artística. La popularmente llamada “casa de los artistas”, donde Clemente y muchos otros establecieron su estudio, aglutinó a los creadores más significativos del momento, formando un islote artístico y bohemio que fue definido por el poeta Juan Ramón Jiménez como “el Limbo de los Pintores”.
En una Andalucía sostenida en gran parte por la actividad agrícola y vitícola, fueron muchos los artistas que quisieron reflejar, describir y homenajear las costumbres y formas de vida más arraigadas a la identidad de su tierra. Gracias a ellos, un género que tradicionalmente había sido denostado, alcanzó un prestigio y popularidad notables hasta transformarse, con el paso del tiempo, en el testimonio gráfico de una vida pretérita dedicada al campo.
La importancia de la tradición vinícola desarrollada en España desde tiempos ancestrales, se refleja en la infinidad de escritos, poemas y pinturas que le han dedicado artistas de la talla de Francisco de Goya, Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca. De hecho, desde su descubrimiento probablemente en el mundo egipcio, hasta la actualidad, el vino se ha erigido como uno de los productos de mayor consumo de la civilización, logrando alcanzar su cúspide con la irrupción del turismo enológico.
En este sentido, la primera de las obra que presentamos plasma el mágico momento de la vendimia en un monumental lienzo que, con un exquisito detallismo, describe el acto final de un espectáculo cargado de tradición y esfuerzo, símbolo de la fertilidad de la tierra. La llegada del otoño asoma entre el sol abrasador y la explosión cromática de los viñedos de Moguer, anunciándonos el fruto de todo un año de trabajo. Como si de una instantánea fotográfica se tratara, Clemente inmortaliza a un grupo de campesinos entregados a la ardua labor de cortar, recoger y trasladar la cosecha de la vid que producirá un nuevo vino. Con una precisión mimética, logra capturar la luz, el calor y hasta el olor del monte y de unos racimos de uva recién cortados, que nos acercan a las profundas raíces de la centenaria tradición vitivinícola que las tierras de Moguer siguen manteniendo viva.
En la segunda de las obras, el realismo de carácter preciosista en el que se inscribe su trabajo encuentra su máximo esplendor en el versado tratamiento de los efectos lumínicos. En un despliegue de virtuosismo, Clemente nos traslada a un fecundo campo sevillano donde, bajo la calidez de un sol esplendoroso, las trabajadoras llevan a cabo la recogida de la fruta. Entre los árboles, se abren paso los rayos de luz que inciden sobre los ropajes, la vegetación y la tierra para recrearse en la profusión de las calidades táctiles y la configuración de unos volúmenes nítidamente definidos.
Siguiendo el mismo hilo temático, la última de las obras en subasta ilustra la crianza del pavo. En una visión un tanto idealizada, contemplamos un primer término donde el artista, haciendo uso de una pincelada corta y empastada, nos deleita con una rotunda capacidad narrativa y descriptiva. Resulta especialmente lúcido el tratamiento que imprime en el vistoso colorido del plumaje de las aves, la detallada diversidad de tipos florales y vegetales que describe o la minuciosa decoración policromada de los botijos cerámicos. Sin embargo, a medida que el plano se aleja y nuestra vista se pierde en la inmensidad del campo, la pincelada se diluye y aboceta acercándose significativamente a la factura impresionista.
Examinando y admirando su obra, sentimos la necesidad de volver la mirada hacia un mundo rural donde el contacto y el cultivo de aquello que la naturaleza nos brinda nos hace recordar, con cierta nostalgia, la sencillez y autenticidad de una vida cuyas raíces nacen de las entrañas de la propia tierra.