La esencia creativa de Antoni Clavé.
El carácter polifacético de la obra de Antoni Clavé desprende la esencia vital de un creador universal que, en su itinerario artístico, abrazó y conquistó ámbitos tan diversos como la pintura, la escultura, el grabado la ilustración o la escenografía. La renovación y libertad creativa que lo abanderaron transluce a lo largo de una trayectoria en continua evolución que lo consagran como una de las grandes figuras del arte de la segunda mitad del Siglo XX. Entre la diversidad de etapas por las que transcurre su obra, la que aquí nos ocupa, viene a demostrarnos el inconfundible sello abstracto con el que Clavé logró un rotundo reconocimiento internacional.
Su actividad artística anterior a la Guerra Civil transitó entre las pinturas murales, la decoración ornamental y el diseño publicitario. A raíz de entonces, y especialmente en la faceta como cartelista, inicia un proceso de experimentación con las novedosas técnicas de vanguardia y la introducción de nuevos materiales. Tras vivir los primeros años del conflicto en el frente, en 1939 se ve obligado a abandonar España y a instalarse en Francia. París, que por aquel entonces era un hervidero de exiliados republicanos, ejercerá un papel esencial en la trayectoria del artista catalán, quien ávido de experiencias artísticas y sumergido en un proceso de exploración continuo, pronto se convertiría, junto a Ismael de la Serna, Oscar Domínguez o Francisco Bores, entre otros, en uno de los personajes principales de la segunda generación de artistas que, bajo el ala protectora de Picasso, conformaron la Escuela de París. Como no podía ser de otra manera, la amistad que mantuvieron desde 1944 hasta la muerte del malagueño, tuvo un papel determinante en el camino hacia la abstracción que a partir de entonces experimentó la obra de Calvé.
De este modo, sus inicios en la figuración daban paso a una imparable evolución hacia la abstracción, donde las formas despojadas de cualquier elemento superfluo se diluyeron y perdieron precisión en favor del virtuosismo y expresividad que las texturas, colores, trazos y materiales le brindaban. Llegados a los años 50, su reconocimiento y proyección internacional eran ya un hecho que culminaría, después de sucesivas participaciones en los Salones de Otoño parisinos y varios premios a sus espaldas, con la primera gran retrospectiva que en 1978 le dedicó el Centro George Pompidou.
El lenguaje plástico bajo el que configuró su universo creativo, se materializa en esta obra en la que hace gala de un depurado dominio técnico y compositivo capaz de hibridar múltiples técnicas y materiales que, bajo la fuerza expresiva de un poderoso y contrastado cromatismo, conforman la riqueza de sus rotundas creaciones. Entre la pluralidad de materiales que utiliza, destacan el cuero, las telas, o como en este caso, las cuerdas que aluden en cada una de sus piezas, a sus inicios como aprendiz en una casa de tejidos de su Barcelona natal. Del mismo modo, el protagonismo que adquirirán las texturas le lleva a experimentar con multiplicidad de técnicas que desembocan en la invención del Papier froisse al que recurrió en esta pieza y especialmente de forma muy profusa a partir de los años 80. A pesar de la rutilante fuerza expresionista que destila su obra, Clavé jamás renunció al sustrato de la tradición surrealista. Otorgándole un componente vagamente onírico y simbólico, nos recuerda la presencia del inconsciente y su automatismo pictórico a la vez que nos reafirma en su infinita capacidad de mixturar elementos e ideas dispares.