Antonio Saura: los rostros del abismo
La importancia de Antonio Saura en la renovación del arte de post guerra español es a todas luces indudable. Consolidado como uno de los grandes introductores de la abstracción en España, Saura es también uno de los máximos continuadores de la tradición artística expresionista. Además de la ineludible influencia del expresionismo abstracto norteamericano y del informalismo francés, el sustrato trágico que invade todas y cada una de sus obras, esconde numerosas referencias enraizadas, tanto a la veta brava de la pintura española, como al expresionismo nórdico europeo.
De hecho, algunas de sus series más emblemáticas beben directamente de algunos de los artistas más significativos que anticiparon y encumbraron a lo más alto la estética y filosofía expresionista. En este sentido, el universo plástico de Saura encuentra en la figura humana uno de los ejes esenciales de una vasta trayectoria en la que veremos desfilar un sinfín de personajes aberrantes mutilados y acongojados que en línea a la de sus admirados Goya, Munch o Ensor, nos muestran el lado monstruoso que reside en todo ser.
Ejemplo de ello es este rotundo oleo que, bajo el título de Don, nos permite admirar el mundo tan personal y reconocible que Saura fue capaz de construir. Sin duda y como vemos en este caso, el eje vertebrador de su obra fue siempre la figura humana, y muy en concreto sus rostros y cabezas a los que, partiendo del sustrato figurativo, sometió a una transformación radical asociada a la pintura gestual del action paiting y el informalismo. A través de los rasgos estridentes, que mediante trazos frenéticos quebrantan los límites del rostro, Saura nos desvela un desgarrado retrato de la sociedad que, despojada de su identidad, se consume en un mundo en perpetua contradicción y decadencia.
Desde que en el año 1956 apareciese la primera cabeza en sus pinturas, esta se convirtió en una de sus señas de identidad, condicionando por completo todo el desarrollo de un universo propio lleno de ojos, rostros, signos y trazos violentos que se convierten en un verdadero catálogo de las obsesiones, pasiones y miedos a los que Saura se enfrentó con una honestidad brutal. Sus cabezas deconstruidas o abigarradas, fundidas en una atmósfera sombría reducida a tonalidades blancas y negras, hunden sus raíces en las Pinturas Negras de Goya y en los personajes atemorizados de Munch que, adelantándose a su tiempo y analizando el suyo propio respectivamente, mostraron la realidad de un siglo que pasaría a la historia como el siglo del horror. En un proceso continuado de construcción y destrucción que define la imagen, Saura recogió el testigo de ambos artistas, representando la alienación del ser humano en unos rostros que, diluidos y mutilados o ahogados en un grito solitario, se convierten a la vez en víctima y verdugo de los desastres acontecidos a lo largo del siglo XX.
En este sentido Goya, considerado por muchos el creador de la modernidad, dejó una huella imborrable en artistas que, como Saura, liberaron en sus pinturas los monstruos que residen en nuestro interior y en el suyo propio. En el gesto informalista del pintor aragonés subyace esa fuerza expresiva con la que Goya retrató con sus luces y sombras la realidad del mundo y el ser humano, en un relato sobrecogedor que se anticipó a su época para denunciar la barbarie en la que estaba sumida la humanidad. Desde este punto de vista, los retratos de Saura se presentan como actualizaciones del artista de Fuentetodos, dejando al descubierto esa veta brava iniciada ya en el Barroco que encuentra en Goya uno de sus máximos exponentes. En este aspecto, Saura establece una analogía entre este rasgo de la pintura goyesca y la gestualidad del expresionismo abstracto que, erigiéndose en símbolo de libertad permite al artista enfrentarse a sí mismo ante la pintura -como lo hiciera Goya- sin ataduras ni imposturas.
Siguiendo la tradición, Saura volvió su mirada hacia el expresionismo nórdico liderado por artistas que, como Munch o Ensor, actuaron como hilo conductor entre la obra de Goya y la del propio Saura. El artista noruego se erige como pilar fundamental en la culminación expresiva de Saura a través de unos angustiados rostros que, como en la obra de Munch, representan el abismo insalvable al que se dirige la humanidad.
En definitiva, los personajes monstruosos, tanto de Goya como de Munch y Saura, nos gritan una misma lección: si nos arrebatan nuestra identidad nos lo arrebatan todo, incluso nuestra humanidad. Este es el gran aprendizaje que Goya, en su lúcida y desgarrada visión de la humanidad, brindó al arte moderno. Porque en la condición humana está implícita la condición de monstruo, dos caras de una misma moneda que en el siglo XX se convirtió en una verdad incontestable a la que Goya se adelantó y en la que Saura proyectó la cruda realidad de un mundo en decadencia.
Sin lugar a dudas, la magnitud que adquiere su obra en el desarrollo y comprensión del arte de post guerra español lo convierten, además, en uno de los artistas más destacados de la segunda mitad del siglo XX y en un valor imprescindible para toda buena colección de arte contemporáneo