El retrato-fotografía Ante-tempore?
Durante siglos, los retratos han fascinado a generaciones de amantes del arte, transmitiendo rostros que, de otro modo, se habrían borrado inexorablemente con el paso del tiempo.
Por definición, el retrato es la representación de los rasgos fisonómicos de una persona, creada a través de diferentes medios de expresión como la pintura, la escultura, la fotografía y la literatura. ¿Significa esto que cuando miramos un retrato, estamos viendo la efigie real de los rasgos de la persona? ¿Hasta qué punto un retrato es una interpretación libre acordada entre el sujeto y el artista de la realidad a retratar?
En la Edad Media, los retratos se utilizaban con fines oficiales o simplemente con la esperanza de obtener el reconocimiento divino. Retratar a un hombre con otros fines habría sido una voluntad individualista escandalosa, condenada enérgicamente por la iglesia cristiana; habrá que esperar a las primeras representaciones encargadas a los artistas, retratando a sus comitentes (Giotto).
Fue durante el Renacimiento cuando el retrato, fortalecido por el resurgir del clasicismo y el ascenso de la clase media, se convirtió en el género más popular y extendido entre las clases acomodadas. Sin embargo, el retrato seguía siendo un elemento simbólico, casi idealizado, al que los atributos presentes (pieles, animales, joyas, armas, etc.) conferían un doble significado más profundo; la atención a la fidelidad de los rasgos no era el objetivo principal del pintor.
La transmisión de la imagen a la posteridad se convirtió en sinónimo de grandeza, una oportunidad de afirmación social al alcance de las nuevas clases emergentes, ya no un mero legado aristocrático. De los primeros retratos de perfil (evocadores de la numismática romana), los grandes maestros pasaron a una representación menos majestuosa, más íntima, aunque todavía vinculada a las alegorías y a las celebraciones del estatus social.
Leonardo fue el primero en inculcar en sus temas una nueva atención, no sólo a la fidelidad de los rasgos, sino a la caracterización psicológica: una pista del alma de los sujetos representados.
En el siglo XVII se imponen las figuras macizas, que ocupan casi toda la superficie pictórica y aparecen en el mismo plano que el espectador. Pronto dejan paso al “retrato político”: pose de tres cuartos, armadura o atributos de guerra, en la representación de una imagen majestuosa y estatuaria de personajes casi atemporales.
No fue hasta el siglo XIX cuando los artistas dieron mayor prioridad a la expresividad y al mundo interior que a la apariencia física: las pinceladas dramáticas contribuyeron a resaltar los impulsos emocionales y la intimidad de los sujetos; más tarde, con las vanguardias, la descomposición y los extremos afectaron también a los retratos, presentándonos obras con perspectivas cada vez menos naturalistas.
El retrato es, sin duda, uno de los géneros artísticos más complejos y variados de la historia del arte, un enfoque dinámico del contexto en el que se practica y con innumerables resultados, nunca idénticos entre sí.